domingo, 22 de enero de 2012

Epílogo

EPÍLOGO 
FIESTA CON SORPRESA

Eran las diez de la mañana del domingo, y el aeropuerto de la Ciudad de la Torre de Hierro hormigueaba de gente.
Había turistas de aspecto adormilado que arrastraban tras de sí enormes maletas, y hombres de negocios que se movían con soltura y determinación entre mostradores de facturación, controles policiales y puertas de embarque. Había pilotos y asistentes de vuelo, con sus uniformes impecables y sus maletitas con ruedas de aspecto profesional. Y también manadas de estudiantes y chóferes que levantaban carteles con nombres de todo tipo escritos en ellos para llamar la atención de algún cliente que llegaba de quién sabe dónde.
Odd también sostenía en alto un cartelito en el que podía leerse EVA SKINNER.

A su lado tenía al director Delmas y a Jim Morales, el profesor de educación física.
De pronto, Jim estiró un brazo hacia una de las pantallas que indicaban las llegadas y las salidas de los vuelos.
—¡Ahí está! —exclamó—. El avión de San Francisco acaba de aterrizar.
Odd no conseguía contener su alegría. Hacía más de veinte días que no veía a Eva, y le habían parecido una verdadera eternidad.
Dido les había borrado la memoria al director, a los profesores y a todos los estudiantes del Kadic. Se habían despertado de lo que parecía un largo sueño algo confusos y con dolor de cabeza.
Los hombres de negro habían hecho un gran trabajo. Habían dejado la escuela como nueva, y las falsas obras de Green Phoenix simplemente se habían volatilizado.
Al día siguiente del despertar general, dos agentes de la Interpol se habían presentado en el despacho del director. Resultó que los padres de Eva se habían dirigido a la policía tras su huida. Desde hacía más de un mes, la cara de la muchacha estaba entre las fotos de personas desaparecidas de las comisarías de todo el mundo.
Los agentes de la Interpol habían tranquilizado al director Delmas, prometiéndole que se encargarían de
que no se presentaran cargos contra él (cargos de los cuales, obviamente, el director no habría podido responder, ya que ni siquiera recordaba que ninguna alumna llamada Eva Skinner se hubiese inscrito en el Kadic).
Esa era la promesa que Jeremy había obtenido de Dido antes de que la mujer perdiese la memoria. Y ella había mantenido su palabra. Alguien había hablado con el señor Skinner, que era un famoso abogado, y lo había convencido de que retirase la denuncia. Al principio el señor Skinner estaba furioso, y había llamado por teléfono al director Delmas para vomitarle encima toda su rabia, pero después había aceptado el resarcimiento que los hombres de negro le habían ofrecido: una beca de estudios para Eva que le permitiría estudiar en el Kadic con todos los gastos cubiertos por el gobierno.
El señor Skinner pensaba que, a fin de cuentas, era una ¡dea bastante buena. ¡Eva le había parecido tan feliz cuando por fin había vuelto a verla!
—Todavía no estoy muy convencido con todo este asunto —prorrumpió el director Delmas—. Ese tal Skinner me ha parecido un tipo muy agresivo... ¡Su llamada me despertó a las tres de la madrugada, y estaba gritando como una bestia salvaje!
Odd se dio media vuelta con una sonrisa que le cruzaba la cara de oreja a oreja.
—No se preocupe, jefe, que ya está todo aclarado, ¿no? La policía ha cerrado el caso, y los padres de Eva están bien contentos de que se haya matriculado en el Kadic. ¡Dicen que las escuelas europeas son de lo más chic! —después, Odd se interrumpió, y empezó a dar saltitos—. ¡Miren, miren, ahí está!
Las puertas correderas que daban a la sala de recogida de equipajes se abrieron, y los pasajeros del vuelo procedente de San Francisco empezaron a pasar ante ellos.
Eva llevaba una pequeña maleta con ruedas, e iba vestida con un traje de chaqueta rosa chicle que le daba todo el aspecto de tener unos cuantos años más. Cuando vio a Odd, agitó una mano y corrió hacia ellos con la maleta dando tumbos tras de sí.
—I'm so glad to see you! —exclamó al tiempo que le daba un fuerte abrazo.
—Ejem, yo también... —masculló Odd—. Sea lo que sea eso que acabas de decir.
—¡Qué bobo! ¡Sé que lo has entendido perfectamente!
Eva le plantó un beso en la mejilla, lo tomó de la mano y luego les dedicó una pequeña reverencia a Jim y el director Delmas.
—Señor director, mi padre me ha dado una carta para usted, para disculparse por haberse comportado de manera tan brusca. Tiene usted que entenderlo: yo llevaba un montón de tiempo desaparecida, y mis padres empezaban a estar realmente desesperados...
Odd dejó de escuchar la conversación y se concentró en los delicados dedos de Eva, entrelazados con los suyos. A lo largo de su carrera como rompecorazones, el muchacho había coleccionado un buen número de novias, pero por lo general tardaba poco tiempo en cansarse de ellas. Sin embargo, durante todos aquellos días que había pasado lejos de Eva no había dejado de pensar en ella ni un momento. Y ahora sentía que el pecho estaba a punto de estallarle de felicidad. Eva estaba allí, y había venido para quedarse.
—¿Sabes? —le susurró al oído—, ya hemos preparado tu cuarto en la residencia. Es el mismo que tenía Aelita, dado que ahora ella está viviendo en La Ermita con su madre —soltó una risita antes de continuar—. Al principio es un poco bodrio, porque tenemos que irnos muy pronto a la cama y respetar un montón de reglas. ¡Pero yo me sé todos los trucos para saltárnoslas!
—¿Cómo, cómo? —estalló el profesor de gimnasia—. ¡Ten cuidado, chavalín, o te tendré castigado hasta que te salgan canas!
Eva se echó a reír, y Odd la secundó. Después, Jim y el director Delmas también prorrumpieron en una carcajada.



Ulrich llamó tímidamente con los nudillos a la puerta del despacho de la profesora Hertz.
—¡Adelante! —le respondió desde dentro una voz masculina.
El muchacho entró. El despacho mostraba su habitual aspecto de caos organizado, con máquinas, libros, alambiques y microscopios colocados por todas partes, incluyendo el suelo. Junto al escritorio principal ahora había otro nuevo, algo más pequeño, en el que podía verse un ordenador portátil y una pila de folios bien ordenados.
Tras la pantalla del ordenador se hallaba Richard, que trabajaba totalmente concentrado. Estaba sentado sobre una tambaleante columna de revistas, y llevaba puestas unas gafas casi sin montura que le daban un aspecto distinto del habitual, más adulto y más serio. Al ver a Ulrich, se enderezó, y se apartó del portátil.
—Ah, eres tú. Muy bien... Precisamente quería hablar contigo.
Le hizo un gesto invitándolo a sentarse, y el muchacho no encontró dónde, así que recogió del suelo
algunos volúmenes de la enciclopedia e hizo una columna con ellos para sentarse encima.
Ulrich titubeó. No sabía por dónde empezar, pero Richard se le adelantó y se puso a hablar a toda prisa.
—He corregido tu último examen de ciencias, y debo decirte que la cosa no va nada bien. En la pregunta 2 has cometido una pequeña imperfección, y podría hasta haberla dejado correr, pero es que en la 3...
¡Oh, no, Richard quería hablar del colegio! Ulrich levantó las manos para detenerlo.
—¡Frena, frena! Ya sé que ahora eres el ayudante de la Hertz, y que te estás tomando tu nuevo puesto muy en serio, pero... ¡es domingo!
La interrupción del muchacho lo había pillado desprevenido, y Richard se detuvo y miró su reloj de pulsera.
—Mmm... es verdad, es domingo —masculló—. Se me había olvidado. Es que todo esto es todavía nuevo para mí, y además, compaginar el trabajo y la universidad no es nada fácil...
Ulrich se encontró sonriendo. La profesora Hertz no recordaba nada de lo que había sucedido en el último período, pero había descubierto cierta afinidad con Richard, y unos pocos días después de la batalla de la fábrica le había propuesto aquel trabajo de ayudante.
Al principio él había vacilado un poco, pero al final había aceptado. Ulrich sabía que enseguida se había encontrado a gusto en el Kadic, y con el tiempo llegaría a ser un buen profesor.
—He venido aquí como tu amigo, no como tu alumno—dijo el muchacho—. Quería invitarte a cenar.
—¿A cenar? ¿Tú? Pero...
Ulrich soltó una risita.
—¡Anthea es la que me ha dicho que viniera! Aelita y ella quieren organizar una cena esta noche, en plan fiesta.
Richard asintió con la cabeza.
—Una fiesta. Esta noche. Perfecto. Yo llevo el vino, ¿de acuerdo? Y, umm, también unos cuantos refrescos para vosotros. ¿A qué hora es?
—¡A las ocho en La Ermita! —exclamó Ulrich mientras salía por la puerta.



—Hola, soy Yumi.
—¡Hola, Yumi! —le respondió la voz tranquila de Anthea desde el otro lado de la línea telefónica—. ¿Qué tal estás?
—Bien... ¿Está Aelita, por favor?
—Lo siento, preciosa, pero está echándose una siestecita. Está muy cansada.
Yumi le echó un vistazo al reloj que colgaba sobre la cabecera de su futón. Las seis de la tarde. ¿Y estaba durmiendo a esas horas? Por un momento pensó en comentarle su problema a la madre de Aelita, pero se dio cuenta de que no podía. ¡Le daba demasiada vergüenza!
La muchacha le dio las gracias a Anthea y se despidió de ella. Luego se quedó inmóvil, jugueteando con el teléfono inalámbrico.
Sólo quedaban dos horas para la cena, y no podía hablar con Aelita. Ahora que lo pensaba, Jeremy y ella llevaban todo el fin de semana desaparecidos. Yumi no había conseguido encontrarlos por ningún lado... Y ahora no sabía a quién pedirle ayuda.
¿A Eva, tal vez?
Qué va... Yumi descartó aquella idea de inmediato. Acababa de volver aquella misma mañana al Kadic, y Odd la había secuestrado desde el primer momento. Además, ella era una fashion victim de lo más sofisticada, y en vez de ayudarla se habría echado a reír.
La verdad era que Yumi no tenía ni idea de cómo vestirse. Ulrich iba a pasar a buscarla a las ocho menos cuarto para ir a la fiesta. Para Yumi, aquélla era una velada realmente especial: después de la batalla contra los terroristas, Ulrich y ella todavía no habían tenido ocasión de hablar de sus sentimientos. Yumi sentía que algo había cambiado dentro de ella, algo que se había vuelto más fuerte.
En el microbús que los había llevado de vuelta al Kadic, dejando atrás para siempre la fábrica abandonada, el muchacho se había sentado a su lado y le había cogido la mano. Se había vuelto más seguro de sí mismo, más atrevido...
¿Cómo tenía que vestirse? Quería que Ulrich se diese cuenta de que ella, en fin, sí, de que ella se había puesto guapa aposta para su cita. A lo mejor debería maquillarse... pero no sabía ni por dónde empezar.
En aquel momento oyó que llamaban a su puerta, y acto seguido entró su madre con los pies descalzos y una taza de té humeante en la mano. El té olía a jazmín, la fragancia favorita de Yumi.
—¿Va todo bien? —le preguntó Akiko.
Yumi le dedicó una sonrisa. Sus padres no recordaban nada de lo que había pasado en los últimos días, pero algo había permanecido dentro de ellos, como una especie de poso emocional. La familia se había unido más, y había mucha más armonía en casa. Yumi e Hiroki, su hermano pequeño, habían dejado de pelearse, y su madre se estaba mostrando mucho más comprensiva.
Yumi había hablado con Ulrich y los demás, y todos le habían confirmado aquella impresión suya. La máquina extirparrecuerdos había borrado las cosas feas, dejando únicamente las buenas.
—En fin —suspiró la muchacha—. No sé cómo tengo que vestirme para ir elegante esta noche. O sea, yo me pondría el quimono que me regaló la tía en Navidades, pero no me gustaría quedar como...
Akiko se arrodilló en el suelo junto a ella y le posó una mano sobre el hombro, interrumpiéndola.
—Es por Ulrich, ¿verdad?
—Sí...
—¿Puedo preguntarte cómo os conocisteis?
Yumi empezó a contárselo. Le habló a su madre de aquella tarde en el gimnasio, cuando Ulrich y ella se habían enfrentado en un combate de artes marciales y ella había acabado por derrotarlo.
Akiko se echó a reír.
—Es decir, que el chico se ha enamorado de ti porque se da cuenta de lo buena que eres en lo que haces. Para mí que no te hace falta un quimono elegante para llamar su atención. Lo que a él le interesa es cómo eres por dentro.
—Pero...
—Pero si quieres, puedo echarte una mano con tu peinado. Conservaremos el estilo Yumi, pero le daremos un toque todavía más especial.
Yumi sonrió. Akiko y ella se levantaron y se abrazaron.


os invitados llegaron a eso de las ocho. Primero Eva, Richard y Odd, que llevaba a su perrillo Kiwi en brazos, y luego Ulrich y Yumi.
Jeremy fue a abrirles la puerta a los recién llegados, y advirtió que Ulrich tenía una cara muy larga.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó mientras hacía pasar al grupo.
—Pues nada —le susurró su amigo—, que parece ser que no me he dado cuenta de esas horquillitas «preciosas» que lleva Yumi en el pelo y... ella me ha soltado un puñetazo.
Jeremy se echó a reír. Yumi y Ulrich siempre estaban igual.
En medio del salón de La Ermita había una larga mesa con un mantel precioso y un montón de comida de aspecto delicioso.
Odd le echó un vistazo con ojos de lobo hambriento.
—¡No va a ser fácil hacerles honor a todos estos manjares! —exclamó.
Eva le respondió con un codazo.
—Pero si a la hora de comer te has terminado hasta mis chuletas... ¡Tú te zampas todo lo que te echen!
Aelita bajó del piso de arriba vestida con un jersey y una elegante falda rosa. Todavía tenía ojos de sueño, pero sonreía, y parecía estar estupendamente, radiante de felicidad.
—¡ Por fin! —la saludó Yumi—. Te he estado buscando esta tarde, ¿sabes?
—¡Y yo he estado buscándote a ti, Jeremy! —añadió Odd—. ¿Se puede saber dónde os habéis metido todo el fin de semana?
El muchacho le respondió con una sonrisa misteriosa y le apartó la silla a Aelita para que se sentase a su lado.
Era una velada realmente perfecta.
Anthea salió de la cocina rezumando alegría.
—Os informo de que, pese a haber recuperado la memoria, no me han vuelto a la cabeza mis famosas recetas de cocina... Así que lo he encargado todo en un restaurante estupendo que hay aquí cerca. ¡Espero que os guste!
Los muchachos aplaudieron.


De hecho, estaba todo riquísimo. Se pusieron morados, y Richard y Odd compitieron a ver quién era capaz de comerse más tajadas de asado.
La competición acabó con unos vítores endiablados y la victoria indiscutible de Odd por nueve tajadas contra siete.
Antes de pasar a los postres, los muchachos decidieron hacer un descanso, y se quedaron sentados a la mesa, charlando. Poco después, como era de prever, la conversación se centró en sus aventuras, y en particular en la batalla contra Mago y el Código Down.
—Lo que más lamento —dijo Ulrich— es que X.A.N.A. no esté aquí con nosotros. Quiero decir... Al principio no me caía nada simpático, con ese aire de superioridad y todo lo demás. Y, además, había sido nuestro enemigo durante mucho tiempo. Pero al final comprendí que había cambiado de verdad, y nos estaba demostrando que era una buena persona.
—Lo mismo digo —continuó Odd—. Estábamos yendo a todo trapo por el puente hacia Lyoko, y yo iba montado en mi pantera supermolona, y entonces X.A.N.A. se me acercó y me dio unos cuantos consejos para el combate que nos esperaba... Y no os lo vais a creer, ¡pero hasta nos reímos! Y eso que en aquel momento Lyoko se estaba cayendo a cachos porque Grigory acababa de apagar el superordenador...
—Ya —confirmó Yumi—. Creía que después de lo del Código Down echaría mucho de menos Lyoko,
por todas las aventuras que vivimos allí. Y, sin embargo, lo de Lyoko no me importa lo más mínimo. El que de verdad me falta es X.A.N.A., nuestro amigo.
En aquel momento Jeremy se levantó y repiqueteó con su tenedor contra un vaso para pedir silencio. Aelita y él llevaban toda la noche esperando aquella ocasión, y por fin había llegado el momento de desembuchar.
—Decidme una cosa —exclamó el muchacho—, ¿no habéis vuelto a preguntaros qué contenían los códigos que encontramos en la PDA de Richard?



En el salón de La Ermita se desencadenó un alboroto. Todos empezaron a hablar a la vez.
Sobre el rostro de Jeremy se dibujó una sonrisa picara, y dejó que Anthea explicase la primera parte
del misterio.
—Hannibal Mago me había ordenado estudiarlos, y al analizarlos entendí que se trataba de un programa dividido en dos partes. La primera era un código de activación... ¡y la segunda era totalmente incomprensible! Así que tenía claro que aquel programa servía para activar algo, ¡pero no sabía el qué! —Más tarde —continuó Jeremy—, Anthea y yo estuvimos trabajando juntos en esos códigos, y me di cuenta de que tenía toda la razón. La última parte de los códigos parecía no tener ningún sentido, como si no fuese más que un montón de letras y números juntados al azar. Y entonces se me ocurrió que a lo mejor eran precisamente símbolos al azar. Se trataba de una larguísima, realmente larguísima contraseña.
—¿Una contraseña?—preguntó Richard—. Pero ¿para qué? ¿Qué era lo que tenía que proteger?
—No sé si os acordáis de cierta escena que vimos en el Mirror —intervino Aelita en aquel momento—, en la que mi padre tenía problemas para hacer una copia de seguridad y necesitaba más espacio para almacenar una desmesurada cantidad de información. Un espacio que ningún disco duro era capaz de proporcionarle.
Yumi se puso en pie de un salto.
—¡Pues claro! —exclamó—. Y tú entonces le dijiste que lo ayudarías, y que podía contar contigo... Y en la escena siguiente tú estabas echada en el sofá y tenías fiebre, y luego llegaron los hombres de negro...
—Exactamente —dijo Aelita—. Papá necesitaba mucho espacio, y entonces él y yo decidimos utilizar mi cerebro.
En el salón se hizo un silencio absoluto.
Jeremy sonrió.
—¿Os acordáis de la máquina extirparrecuerdos? Pues Hopper la usó para volcar en la mente de Aelita todo el código de programación del superordenador. Prácticamente, copió dentro del cerebro de Aelita todo Lyoko. Y, para evitar que alguien pudiese robar esa información, la protegió con una contraseña que después le mandó a Richard.
—Por eso es por lo que en el Mirror yo estaba ardiendo de fiebre —explicó Aelita—. Y por eso mismo hoy me he pasado toda la tarde durmiendo. Ayer quedé a escondidas con Jeremy, y volvimos a la vieja fábrica... para volver a crear Lyoko. Enterito, con todos sus sectores, sus torres y el núcleo. ¡Y hasta la
Primera Ciudad!
Era una noticia increíble. Jeremy observó los rostros estupefactos de sus amigos.
A él también le había costado creer que algo así fuese posible. Poder reconstruir Lyoko partiendo de un código idéntico y opuesto respecto al Código Down. Por eso Aelita siempre había padecido amnesias repentinas: ¡su cerebro estaba literalmente abarrotado de millones y millones de datos! ¡Como un armario lleno hasta los topes, imposible de cerrar
del todo!
Cuando Jeremy comprendió que los códigos de Richard eran en realidad una contraseña, se imaginó que Hopper debía de haber preparado algún sistema de seguridad para proteger su invento de los hombres de negro, pero no tenía ni idea de que en realidad el profesor había copiado cada bit de Lyoko, encerrándolo con llave dentro de Aelita. Y luego todo había pasado tan rápido, con la batalla y demás, que él no había vuelto a plantearse aquel enigma, hasta que...


—¿YXANA?—preguntó Ulrich.
—¡Eso, eso, XANA! —intervino Odd—. Nos dijo que no podía hacer una copia de seguridad de su nueva identidad, porque se había vuelto humano.
—X.A.N.A. decía la verdad. Pero la última frase que le murmuró a Aelita antes de morir hizo que se me encendiese una bombilla. Le dijo «Acuérdate de mí». A lo mejor X.A.N.A. lo sabía todo de este asunto, o a lo mejor sólo había intuido la verdad. O puede que tratase de adivinarla y encontrase por casualidad la solución del misterio. «Acuérdate de mí». Aparte de tener todo Lyoko en la memoria, Aelita también era la mejor amiga de X.A.N.A. Podría decirse que nadie lo conocía tan bien como ella, sobre todo con su nueva personalidad humana —en aquel momento, Aelita sonrió, y Jeremy se detuvo un segundo a mirarla con arrobo antes de continuar—. Mientras estábamos volviendo a crear Lyoko nos ha bastado con
aprovechar toda la información que contenía el resto
de su cerebro para...
El muchacho estaba a un paso de enzarzarse en
una sesuda disquisición científica de alto nivel, pero
Aelita lo detuvo con un gesto.
—Creo que va a ser más fácil enseñárselo directamente, ¿no te parece? Venios conmigo al sótano, a la habitación secreta de mi padre. Tenemos otro invitado que viene a comerse la tarta con nosotros. Tiene el pelo rubio y ha estado encerrado en Lyoko durante mucho, mucho tiempo. Ya debe de estar a punto de salir del escáner.

Capítulo 19

19 
CÓDIGO DOWN

Jeremy lo entendía. Aelita y su madre necesitaban un poco de tiempo a solas. Tenían veinte años que recuperar. Ahora que habían vuelto a encontrarse no había sitio para nadie más. Era como si un cortafuegos invisible las aislase del resto del mundo.
El muchacho se encogió de hombros. Se moría de ganas por charlar un poco con su amiga, pero iba a tener que esperar. Y, además, tenía un montón de cosas que hacer.
Jeremy se puso a discutir con Lobo Solitario y el jefe de los hombres rana. Había que encontrar el material preciso para construir un puente de emergencia que volviese a conectar la fábrica con la tierra firme. Había que ponerse a dragar el río para localizar a Mago. Dido estaba a punto de llegar con el resto de sus agentes, que mientras tanto habían capturado a los terroristas de La Ermita.
Había algunos heridos graves tanto entre los hombres de negro como entre los soldados de Green Phoenix, y era necesario llevárselos cuanto antes al hospital. Y había otros heridos de los que podían ocuparse de inmediato, repartiendo vendas y desinfectantes.
Los muchachos lo observaban todo a cierta distancia. A excepción de Odd, los demás seguían siendo guerreros de Lyoko, y tenían junto a ellos las criaturas que X.A.N.A. había creado. Se sentían fuera de lugar. La gran pantera negra, además, parecía haberle cogido cariño a Richard, y tenía su gigantesca cabeza apoyada sobre un hombro del joven.
Jeremy sonrió.
—¿A qué estáis esperando? Aún no hemos terminado, y vuestros poderes podrían resultarnos útiles. Ulrich, Eva, vosotros dos podéis volar, así que ayudaréis a transportar al otro lado del río los cables de acero para construir un puente de emergencia. Yumi, para completar el puente nos harán falta las pasarelas que montó aquí Green Phoenix, y tus abanicos son perfectos para cortar las columnas que las sostienen. Odd, necesitamos medicamentos. Con la pantera, Richard y tú podéis buscarlos más deprisa que nadie. Registrad la fábrica de arriba abajo.
Los muchachos imitaron, firmes, un saludo militar y se pusieron manos a la obra.
Jeremy se volvió. Vio las miradas estupefactas de Lobo Solitario y el jefe de los hombres rana. Sonrió, algo cohibido.
—Bueno —dijo—, ustedes tienen su equipo, y yo, el mío.
A las cuatro de la madrugada, una larga hilera de limusinas negras llegó al final de la carretera y se detuvo delante del nuevo puente de hierro.
Les dieron la bienvenida Lobo Solitario, la profesora Hertz y Jeremy. El muchacho se estaba muriendo de sueño, pero sabía que aquella noche no iba a poder pegar ojo. Todavía tenía que aguantar un poco más.
La primera limusina apagó sus faros, y el conductor bajó para abrir la puerta del pasajero. Apareció una mujer de mediana edad de aspecto enérgico con una corta melenita rubia. Llevaba en la mano un maletín de cuero enganchado a la muñeca con unas esposas.
Lobo Solitario se puso firme, mientras que Hertz permaneció inmóvil. Dido les hizo un gesto con la cabeza, y luego se aproximó a Jeremy.
—Tú debes de ser el pequeño Belpois —exclamó—. Gracias por haberme avisado a tiempo.
El muchacho fue a responderle, pero la mujer ya se había girado hacia su agente.
—Creo que ha llegado el momento de tener una pequeña reunión privada —declaró—. Quiero un informe detallado de todo lo que ha pasado aquí esta noche, y tengo preparadas algunas instrucciones.
—Sí, señora.
—Yo también quiero tomar parte en esa charlita —intervino Hertz—. No tengo muy claro qué tienes en mente, Dido.
El jefe de los hombres de negro le dirigió a la profesora una mirada dura.
—Lo siento. A partir de este momento toda la operación queda bajo la jurisdicción de los hombres de negro... y tú desertaste hace muchos años.
Lobo Solitario esbozó una sonrisa de satisfacción.
—Venga conmigo, señora. He hecho que nos preparen una habitación para nuestra reunión.
Jeremy trató de protestar, pero Dido y el agente secreto ya estaban atravesando el puente provisional. Hertz aferró con fuerza al muchacho por un hombro y le dedicó una sonrisa triste.
—Déjalo —le susurró—. Por desgracia, ella tiene razón. Nosotros hemos cumplido con nuestra parte, pero ahora les toca a ellos.
—¿Qué decisión cree que tomará Dido?
La profesora no respondió, pero tenía una profunda preocupación estampada en los ojos. Jeremy esperó que Odd hubiese seguido atentamente sus instrucciones.



Odd estaba furioso. En tan sólo dos días le había tocado meterse en las cloacas con el equipo de submarinismo, tomar parte en un asalto a La Ermita, refugiarse en el Mirror, transferirse de allí a Lyoko y atacar luego la fábrica para derrotar de una vez por todas a Green Phoenix. Ahora todo había terminado. Habían ganado. Él era un héroe, y eso quería decir que lo que se merecía era un poco de aplausos y elogios... y estar un rato a solas con Eva, ¿no?
¡Pues no!
A Jeremy, que durante todo ese tiempo no había hecho nada más que estudiar delante de sus ordenadores, de pronto le habían entrado ínfulas de gran jefe: «Odd, haz esto, Odd haz eso otro», «Odd, cuélate por los conductos de ventilación y ve hasta la sala en la que Dido va a reunirse con los adultos»...
El conducto de ventilación era muy angosto y húmedo, y estaba lleno de polvo. Las planchas que lo componían estaban unidas por tuercas oxidadas que le rasgaban la ropa. Y no se veía un pimiento.
¿Por qué demonios había aceptado?
Bueno, una parte de él se había sentido halagada de haber sido elegido para aquella difícil misión. A excepción de Jeremy, él era el único que no tenía los poderes de Lyoko, así que podía escabullirse por ahí sin llamar la atención... Pero, incluso sin sus poderes, Odd era bastante ágil, y sabía ser de lo más silencioso cuando hacía falta.
Aunque se dijo a sí mismo que también había otro motivo que lo había impulsado a decir que sí. Pese a que ninguno de ellos lo había dicho nunca en voz alta, toda la pandilla sabía que Jeremy era el jefe. No es que fuese superior a ellos, eso no. Pero tenía un instinto y una capacidad para resolver problemas realmente excepcionales. Con el tiempo, Odd había aprendido a confiar a ciegas en su amigo. Si Jeremy decía que era importante, entonces es que era importante de verdad.
El conducto formaba un codo de noventa grados frente a él. El muchacho asomó la cabeza al otro lado de la curva, y luego avanzó a rastras hacia la luz que se entreveía al fondo. Oyó un ruido de sillas desplazadas por el suelo y algunos golpes de tos y se quedó inmóvil. Un instante después, volvió a avanzar en dirección a la rejilla en la que terminaba el conducto.
Vio el despacho del director de la fábrica, que tenía un mobiliario espartano compuesto por dos sillas a ambos lados de un enorme escritorio. Lobo Solitario estaba esperando de pie, mientras que Di-do se había sentado y estaba abriendo con una pequeña llave las esposas que le ataban la muñeca al maletín. A continuación lo abrió y sacó de él un par de guantes. Eran de cuero, y tenían una pantalla colocada en el dorso de la mano derecha y una serie de cables de colores que estaban conectados a las yemas de los dedos.
Odd ya había visto antes aquel aparato. ¡Era la máquina extirparrecuerdos inventada por Hopper! La misma máquina que se había utilizado con sus padres para borrar para siempre de sus memorias todo rastro del superordenador.
—La operación ha sido clasificada como Código Rojo Tabula Rasa.
Odd repitió en su cabeza las palabras de Dido para poder repetírselas a Jeremy. ¿Tabula rasa? ¿Y eso qué quería decir?
—¿Qué prioridad? —dijo Lobo Solitario al tiempo que abría los ojos como platos.
—Absoluta. Incluyéndome a mí. Antes de venir aquí ya les he borrado la memoria a los agentes que se encontraban en La Ermita, a los profesores y a todos los alumnos y padres que estaban en el Kadic durante los últimos acontecimientos. Eliminación total de lo que ha pasado estos días. Ahora es el turno de la fábrica. Cuando haya terminado de encargarme de todas las personas que se encuentran aquí, comunicaré los resultados al cuartel general y utilizaré la máquina conmigo misma.
—Y de esa forma, nadie sabrá ya nada de la existencia del superordenador... excepto los peces gordos del gobierno, claro —concluyó el agente.
—Exactamente —le confirmó Dido.
Lobo Solitario parecía perplejo.
—¿Y qué va a pasar después?
—Ya hay un nuevo escuadrón que ha comenzado la búsqueda de Mago. Después se elegirá un equipo de científicos que estudiarán el superordenador y encontrarán el modo de adaptar la Primera Ciudad. De esa manera, la agencia podrá utilizar el arma de Hop-per para sus propios fines.
—Pero nosotros no nos acordaremos de nada.
Dido se encogió de hombros.
—La operación ha sido trasladada a las más altas esferas. Los jefes no quieren correr más riesgos. Ya ha habido suficientes problemas.
Lobo Solitario se levantó y cogió los guantes ex-tirparrecuerdos que le estaba tendiendo su jefa.
—¿Por quién empiezo?—preguntó.
—Primero los terroristas. Después, todos nuestros agentes, y a continuación, los muchachos y sus padres. Y para terminar, tú y yo. Ya he llamado a un equipo de limpieza. Llegará dentro de unas horas, y nos escoltará hasta nuestras casas. Los hombres de Mago irán a parar a la cárcel, y para nosotros no habrá pasado nada de nada.
—Pero el equipo de limpieza...
—Se encargará de dejar la fábrica lista sin saber qué ha pasado aquí. El secreto está garantizado.
Lobo Solitario esbozó una débil sonrisa.
—Señora, puesto que dentro de poco ya no me acordaré de nada, quería decirle que ha sido un verdadero honor participar en esta operación bajo su mando.
—Gracias, Lobo Solitario.
La reunión había terminado. Odd retrocedió por el conducto. No daba crédito a sus oídos: ¡los hombres de negro pretendían borrarles la memoria a todos! ¡Incluidos ellos! Tenía que avisar inmediatamente a Jeremy.



—¡Yo no quiero dejar a mi madre! —chilló Aelita.
Empezaba a estar muy enfadada con Jeremy. Por fin, después de tantas aventuras y desventuras, había conseguido volver a abrazarla. De nuevo tenía una familia, y había mantenido la promesa que le había hecho a su padre. ¿Con qué coraje venía ahora el muchacho a pedirle...?
—¿No comprendes que es importante?—rebatió él—. Si esperamos un poco más, ya será demasiado tarde.
—He dicho que ni hablar.
Jeremy suspiró. Aelita vio la preocupación estampada en la cara de su amigo, pero no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
—Está bien —cedió él al final con un susurro—. Pídele a Memory... o sea, a Anthea, que se venga con nosotros. Pero muévete despacio y en silencio. Y que no os vean.
Los hombres de negro estaban reuniendo a todos los supervivientes de la gran batalla y los escoltaban hasta el comedor. En aquel momento nadie prestaba atención al pequeño grupo de muchachos.
Jeremy se acercó al espléndido unicornio de Aelita.
—No podemos llevaros con nosotros —murmuró—, pero nos hace falta vuestra ayuda.
Susurró unas cuantas instrucciones al oído del unicornio, y luego se las repitió a la manta de Ulrich y la pantera de Odd.
Las criaturas partieron a galope para sembrar el caos entre los adultos, que obedecían sin discutir las instrucciones de los hombres de negro. Aprovechando el diversivo, Anthea y los muchachos fueron a toda prisa hasta el ascensor y descendieron bajo tierra.
Aelita estaba impaciente, y todos los demás parecían muy nerviosos. Habían escuchado las apresuradas explicaciones de Odd sobre el terrorífico plan de Dido: borrarles la memoria a todos, enviar a unos científicos para sacarle partido al superordenador de Hopper con fines militares...
El único que parecía tranquilo era Jeremy. Preocupado y un poco triste, pero tranquilo.
—¿Se puede saber qué tienes en mente? —explotó Aelita.
—En serio, fíate de mí. Te lo contaré todo cuando llegue el momento.
Los muchachos descendieron al segundo piso, el de las columnas-escáner. A continuación, Jeremy, Anthea, Richard y Odd subieron de nuevo al primero.
Aelita observó las columnas, algo dubitativa.
—Ya verás como Jeremy tiene algún plan —la tranquilizó Yumi.
Unos instantes después, en efecto, oyeron la voz de su amigo, que salía de los altavoces de la sala.
—Perdonad si he estado haciéndome el misterioso —les explicó Jeremy—, pero de verdad que teníamos muy poco tiempo. Ahora acabo de cortar los cables que activan el ascensor, así que los hombres de negro no podrán alcanzarnos... por lo menos de momento. No sé vosotros, chicos, pero yo no tengo la menor intención de olvidar todas nuestras aventuras.
—¡Pues claro que no! —restalló la voz de Richard—. ¡Esto ha sido lo más bonito y alucinante que me ha pasado en toda mi vida!
—Además —continuó Jeremy—, no es justo que Anthea pierda la memoria. Aelita y ella acaban de reencontrarse. Y tampoco es justo que el superorde-nador caiga en manos de los hombres de negro. El profesor Hopper luchó con todas sus fuerzas para que eso no sucediese.
—Y, entonces, ¿qué es lo que propones? —preguntó Yumi.
—Antes que nada, deberíais volver a la realidad. Y dispararos para que perdáis de una tacada todos vuestros puntos de vida no me parece la mejor solución...
—¡Claro que no! —exclamó inmediatamente Odd a través de los altavoces—. Duele un montón. Os lo garantizo.
Jeremy soltó una risita.
—Bastará con que entréis en las columnas-escá-ner, y os volveré a virtualizar en la realidad. Aelita, por favor, tú tienes que entrar la última.
Los muchachos permanecieron inmóviles durante unos segundos, y luego Ulrich esbozó una sonrisa.
—A mi padre podría hasta venirle bien olvidarse de todo —dijo—. En estos últimos días hemos hecho las paces... Pero no lo veo muy cómodo en el papel de agente secreto. Sin el recuerdo de todas estas aventuras, a lo mejor él y yo podemos volver a empezar de cero.
—Por lo que a mí respecta, lo mismo digo —añadió Odd—. Espero de verdad que mis viejos no recuerden nada de nada. ¡Si no, me van a agobiar mazo preocupándose por lo que hago o dejo de hacer! Las columnas-escáner se abrieron, y Ulrich, Yumi y Eva entraron a la vez. Unos pocos instantes después, salieron de ellas completamente transformados. Nada de espadas, abanicos ni exagerados maquillajes de estrellas de rock. Ahora eran tan sólo tres muchachos en vaqueros con los ojos cargados de sueño.
—Aelita —dijo Jeremy por los altavoces—, ahora te toca a ti. X.A.N.A. te está esperando. La muchacha entró en el escáner.
Cuando abrió los ojos, Aelita vio que se encontraba dentro de una de las torres de Lyoko. Sus oscuras paredes parecían latir en torno a ella, y tenía a su lado al muchacho del pelo rubio.
—¿Por qué... por qué me habéis traído aquí? —murmuró Aelita.
Jeremy carraspeó dentro de su oreja.
—Bueno, verás, yo quería decírtelo, pero...
—Creo que soy yo quien debería explicártelo todo —completó X.A.N.A. la frase en su lugar—. En el fondo, se trata de algo que tiene que ver conmigo. ¿Te acuerdas del Código Down?
Aelita asintió con la cabeza antes de responder.
—Es el programa de seguridad de mi padre. Si el Código Down se carga en el superordenador y yo lo activo desde una torre como ésta, Lyoko se autodes-truirá de forma definitiva, y tú...
—Yo moriré. No es posible crear una copia de seguridad de mi nueva personalidad, así que simplemente dejaré de existir.
Aelita miró a X.A.N.A. No estaba entendiendo nada. Esa conversación le daba escalofríos. ¡Ella sólo quería ser feliz! Acababa de volver a encontrar a su madre, y estaba a punto de empezar una nueva vida junto a ella. Entonces, ¿por qué X.A.N.A. y Jeremy se habían propuesto asustarla?
—Hice una promesa. ¿Te acuerdas? —exclamó—. Te juré que jamás activaría el Código Down.
Sus palabras vibraron en medio del silencio de la torre. La muchacha sentía los ojos de X.A.N.A. mirándola fijamente.
Ahora estaba comenzando a entenderlo, y junto con la comprensión, le subió por la garganta una oleada de rabia tan fuerte que le hizo sentir náuseas.
—jJeremy! —gritó—. ¿A qué viene todo esto? ¿Se puede saber qué es lo que pretendes hacer?
El muchacho tardó unos segundos en responder.
—X.A.N.A. y yo hemos estado hablando de ello, y no hay ninguna otra cosa que podamos hacer. Si el superordenador cayese en manos de los hombres de negro, lo utilizarían como un arma. La Primera Ciudad se convertiría en lo que tu padre siempre odió. No podemos permitir que suceda algo así.
—Jeremy tiene razón —confirmó X.A.N.A.—. Él me creó para que les impidiese a los humanos emplear la ciudad como un arma. No sé cómo pude olvidarme de una tarea tan importante, pero ahora sé que tengo que cumplir con mi deber. Salvar a la humanidad. Y te necesito a ti para poder lograrlo.
Aelita cayó de rodillas. No quería escuchar aquellas palabras. No quería llorar. Levantó la vista en dirección a X.A.N.A. Sus ojos estaban llenos de indignación.
—No me pidáis que haga algo así. Ni tú ni Jere-my. No activaré el Código Down. No destruiré Lyoko. Ni tampoco te mataré a ti.
—Aelita...
—¡He dicho que no!
—Aelita, es lo que tu padre desearía —dijo Jeremy.
X.A.N.A. sonrió.
—Él se sacrificó para salvar a la humanidad de Lyoko. Ahora mi deber es repetir el mismo sacrificio.
Aelita no respondió. Delante de ella apareció una pantalla que flotaba en el aire.



Jeremy, Anthea, Richard y Odd se agarraron con fuerza a los asideros para descender por el túnel de mantenimiento hasta el segundo piso subterráneo. Entraron en la sala justo cuando las puertas del escá-ner se estaban abriendo para devolver a Aelita a la realidad.
La muchacha llevaba la cabeza gacha. Ya no iba vestida de elfa, y su pelo, cortado a la gargon, tenía el mismo tono de fuego que el de su madre.
Alejó con un gesto de la mano a Yumi, que se le había acercado para recibirla y consolarla. En vez de eso, se dirigió a zancadas hacia Jeremy. El muchacho
la esperó con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. No sabía qué decir. Se sentía culpable.
Había hecho volver a Aelita a la realidad un instante antes de que Lyoko implosionase sobre sí mismo, desvaneciéndose en la nada.
El superordenador todavía estaba encendido, pero ya no tenía mundos virtuales que albergar, ni tampoco un sistema operativo. Su inmensa potencia de cálculo se había vuelto inútil, en paciente espera de algo que ya nunca iba a volver.
Mientras el complicado programa devolvía a Aelita a su cuerpo material, Jeremy había observado desde la consola el grito de muerte de la torre al derrumbarse. X.A.N.A. se había quedado esperando su destino, sin moverse. Hasta que de repente había alzado la cabeza. Jeremy se había quedado de una pieza al ver aquellos pequeños diamantes luminosos que le brotaban de los ojos.
Eran lágrimas. X.A.N.A. estaba llorando.
Jeremy abrió los brazos para estrechar entre ellos a Aelita, y la muchacha hundió la cabeza en su hombro, sollozando.
—¿Sabes lo que me ha dicho antes de que me fuese? —susurró entrecortadamente—. Me ha dicho: «Acuérdate de mí».
Jeremy esbozó una débil sonrisa.
—Eso es lo que tienes que hacer. Lo que todos tenemos que hacer.
El Código Down había destruido Lyoko. X.A.N.A. ya no existía. Ahora sí que de verdad se había acabado todo.



Dido tenía puestos los guantes de la máquina ex-tirparrecuerdos. Su rostro parecía una máscara de piedra.
Jeremy y ella se encontraban en el despacho del director de la fábrica, sentados a los extremos opuestos del escritorio. Encima de su mesa estaba el maletín, todavía abierto.
En toda la fábrica reinaba un silencio sepulcral. Todas las personas implicadas en aquel terrible asunto habían perdido la memoria, y ahora observaban el techo con la mirada perdida. Todas las personas excepto Dido, Jeremy y sus amigos.
El muchacho sabía que la mujer podía obligarlo a someterse a la eliminación de sus recuerdos. También podía obligar a Anthea, Richard y los demás. Él debía encargarse de hacerle cambiar de idea.
—De modo que —dijo Dido— habéis apagado el superordenador.
—No exactamente —respondió Jeremy—. En realidad, no hemos hecho más que borrar todos los datos que contenía. Ahora el ordenador es una carcasa vacía e inútil.
—Lyoko ya no existe.
—Correcto.
—Ni tampoco la Primera Ciudad ni X.A.N.A.
—Correcto.
Jeremy trató de sondear la expresión de la mujer, percibir algún signo de rabia o una sonrisa triste. Nada de nada: Dido parecía totalmente impasible.
—¿Y por qué lo has hecho? —le preguntó.
—¿Por qué le he pedido a Aelita que utilizase el Código Down? Es muy sencillo: eso es lo que Hopper habría querido que hiciésemos. El profesor luchó toda su vida para mantener el superordenador lejos de sus manos y de las de los terroristas. Bajo su punto de vista, no existía la más mínima diferencia entre ustedes.
—Eso no...
Jeremy no le permitió continuar.
—¿No lo entiende, señora? Todos ustedes quieren el superordenador para usarlo como un arma. Mago pretendía conquistar el mundo, y su agencia tal vez sueñe con utilizar los soldados robot de forma «legítima» en las guerras «oficiales», pero ¿qué diferenda hay? En ambos casos, siempre acaban muriendo personas inocentes. Y Hopper jamás habría permitido eso.
Dido suspiró, y esta vez Jeremy creyó percibir en su rostro una sombra de cansancio.
—Me imagino que no existe ningún modo de deshacer lo que habéis hecho...
—En absoluto. Y si no se fía de mí, puedo mostrarles a sus científicos el Código Down. Ese programa es definitivo, y no se puede anular.
—Así que me habéis dejado sin alternativa.
—Más o menos. Pero estamos convencidos de haber tomado la decisión correcta —al pronunciar aquellas palabras, Jeremy miró al jefe de los hombres de negro con una expresión de desafío—. Y hay algo más —añadió—. Ninguno de nosotros quiere perder la memoria. Ésta ha sido nuestra gran aventura, y Anthea... bueno, creo que ya ha sufrido bastante a lo largo de todos estos años, ¿no? No es justo borrarle de un plumazo los recuerdos de su marido, o el de cuando por fin ha conseguido volver a abrazar a su hija.
Con un gesto pausado, Dido dejó los guantes ex-tirparrecuerdos dentro del maletín.
—Dentro de pocos minutos llegará el equipo de limpieza —murmuró—. Son agentes entrenados para
resolver situaciones complicadas como ésta. Tienen la orden de borrarme la memoria, dado que yo debería ser la única persona que aún conservase algún recuerdo de todo este asunto. Y luego se ocuparán del resto. Borrarán todo rastro de los terroristas y los conducirán a prisión. Acompañarán a vuestros padres a sus respectivas casas, y a ti y a tus amigos a la escuela. Y al final cerrarán la fábrica, bloquearán la carretera de acceso con un muro, resolverán el problema de las alcantarillas inundadas y todo lo demás. Será como si estos últimos días jamás hubiesen existido.
Jeremy bajó la cabeza.
—Os mantendrán bajo vigilancia durante algún tiempo —continuó Dido—. La máquina extirparre-cuerdos tiene algunos efectos secundarios... confusión, miradas perdidas, frases sin sentido y cosas por el estilo.
El muchacho observó a la mujer, sin entender adonde quería ir a parar.
—Lo sé, pero...
—Entonces, tratad de representar bien vuestro papel, y no llaméis su atención —lo interrumpió ella—. Cuando llegue el equipo de limpieza, fingid que estáis un poco desorientados, dejaos llevar al Ka-dic como ovejitas y tratad de pasar desapercibidos entre los demás. ¡Y, por supuesto, no volváis a meteros en líos! Yo ya no recordaré vuestras caras, así que no podría ayudaros aunque quisiera. ¿De acuerdo?
Jeremy no daba crédito a sus oídos. Cuando entró en aquel despacho, no tenía ninguna esperanza de conseguir convencer a Dído.
—¿Por qué hace todo esto?—le preguntó a la mujer.
—Si te soy sincera, no me gusta nada lo que está a punto de pasar. Esta noche he tenido que tomar la decisión más difícil de mi vida, y me he percatado de que era la decisión equivocada. Cuando todo se ha resuelto favorablemente gracias a ti y a tus amigos, he soltado un suspiro de alivio... Para después darme cuenta de que no había servido para nada. Claro, nosotros no somos Green Phoenix, pero de todas formas tienes razón: los fines para los que utilizaríamos el superordenador no son, al fin y al cabo, tan diferentes de los suyos —mientras decía esta última frase, Dido le tendió una mano—. Consideradlo como el regalo de una amiga, ¿de acuerdo?
Jeremy se la estrechó con entusiasmo.
—¡De acuerdo! —dijo—. Y para celebrar nuestra amistad, tengo que pedirle un último favorcillo...



El equipo de limpieza llegó a eso de las siete de la mañana en un gran camión negro. Llevaban trajes
de plástico, guantes y cubrebotas, como los agentes de la policía científica. Una mascarilla les cubría la nariz y la boca, y unas grandes gafas de espejo les ocultaban el resto del rostro.
No hablaban. Ni siquiera entre ellos.
Jeremy y los demás muchachos permanecieron sentados en una esquina, tratando de parecer un poco atontados. De vez en cuando, Odd no lograba contenerse, y se echaba a reír. Tal vez precisamente por eso, el resultado de su pequeña actuación fue de lo más convincente.
Jeremy se quedó mirando fijamente a Dido mientras uno de los agentes cogía la máquina extirparre-cuerdos y la utilizaba con ella. La pantallita digital del dorso de los guantes se llenó durante unos minutos de textos que pasaban por ella con rapidez, mientras que la mujer se doblaba hacia atrás como si una fuerte descarga eléctrica estuviese recorriendo todo su cuerpo. Su última mirada fue para Jeremy, y al muchacho le pareció entrever una sonrisa en sus labios.
Después, Dido se quedó como los demás, algo desorientada y confusa. La hicieron subir a un furgón junto con Lobo Solitario, Comadreja, Hurón y el resto de los hombres de negro. Los terroristas fueron esposados, y se los llevaron en un camión a la comisaría de policía.
A continuación les llegó el turno a los padres de los muchachos, que subieron a un helicóptero rumbo a sus respectivas ciudades.
La profesora Hertz, Richard, Anthea, Jeremy y todos los demás montaron en un microbús que los iba a llevar al Kadic.
Los agentes del equipo de limpieza daban un poco de miedo. Eran todos muy parecidos entre sí, y totalmente silenciosos, pero sabían hacer su trabajo. En poquísimo tiempo habían hecho desaparecer la jaima de Mago y el polvorín de los terroristas. Incluso estaban trabajando en el puente de la fábrica para dejarlo exactamente igual a como era antes de la explosión, de forma que los habitantes de la Ciudad de la Torre de Hierro no pudiesen percibir ninguna diferencia.
Jeremy pensó que en un par de días aquel sitio volvería a ser idéntico a como había sido durante tantos años.
Todo rastro de sus aventuras estaba destinado a quedar totalmente borrado.
Y puede que fuese mejor así.
Al final, uno de los agentes montó al volante del microbús y lo puso en marcha en dirección al Kadic.
Jeremy se volvió para mirar por última vez la fábrica del islote, con su tejado bañado por el sol y
aquel aspecto un poco misterioso que siempre lo había fascinado. Las aguas del río fluían plácidamente, y en la otra orilla podía verse el mismo tráfico de cada día, lleno de coches que soltaban bocinazos y motos que se colaban por entre ellos de forma arriesgada.
Jeremy tenía a su alrededor a todos sus amigos.
Todo estaba saliendo a pedir de boca.

Capítulo 18

18 
CUERVO NEGRO

En la academia Kadic, Dido miró el reloj. Eran las doce y veintiséis minutos.
La jefa de los hombres de negro abrió el enlace de radio punto a punto con el piloto del cazabom-bardero.
—Señora —le dijo una fría voz masculina—, estaré sobre el objetivo en tres minutos y cincuenta segundos.
Dido pensó que aquélla era la decisión más difícil de toda su carrera. Estaba a punto de dar la orden de ataque. Sentía escalofríos, pero debía detener a los terroristas costase lo que costase. Notó que en aquel momento las palabras se negaban a formarse en sus cuerdas vocales.
—Prepárese para destruir la fábrica —logró murmurar después.




Grigory Nictapolus había recobrado el sentido, pero se encontraba acurrucado en una esquina, atado y amordazado. Su ropa apestaba a humo, y el hombre estaba pálido y tenía la cara típica de quien ha pasado un día de perros.
Jeremy le dedicó una amplia sonrisa a Comadreja. El muchacho se había dado cuenta de que en el pozo de mantenimiento había alguien que estaba tratando de resolver el acertijo que permitía entrar, de modo que enseguida había abierto la compuerta, liberando al agente, y ahora el hombre apuntaba su arma contra Grigory Nictapolus. En su rostro podía verse un gesto de satisfacción.
Jeremy también se sentía aliviado. Había seguido los movimientos de sus amigos mediante los ordenadores portátiles que todavía estaban conectados al superordenador.
En realidad, todo aquello era mérito de X.A.N.A., que podía percibir su presencia en la realidad y le había ido dando informes detallados en cada momento crucial.
Le había contado cómo Aelita y Eva habían sacado a la profesora Hertz y al resto de los adultos del atolladero en el que se encontraban. Le había descrito cómo Ulrich y Richard habían dejado fuera de combate a la mayor parte de los soldados. Y, para fi-
nalizar, le había relatado el enfrentamiento de Yumi y Odd con Mago.
El muchacho se volvió hacia Memory.
—¿Por qué no subimos al bajo de la fábrica? —le dijo—. Allí están todos los demás, incluida... Aelita.
La mujer esbozó una tímida sonrisa.
—Bueno, es que... no sé si estoy preparada. O sea, me muero de ganas de verla... Pero ella ni siquiera se acordará de mí. ¡Podría pensar que la abandoné! A lo mejor hasta me odia.
Jeremy suspiró. ¿Por qué los adultos tenían que ser siempre tan complicados?
—Aelita no te conoce, es verdad. Pero ha hecho de todo para buscarte, y ahora se sentirá terriblemente sola. Tienes que ir corriendo a verla, a abrazarla, y aprender a conocerla...
El muchacho se vio interrumpido por el ordenador que tenía a sus pies, que había empezado a emitir un insistente repiqueteo. Jeremy vio en la pantalla el rostro de X.A.N.A. Todavía se encontraba en la torre de Lyoko, y mostraba una expresión ceñuda.
—¿Pasa algo? —le preguntó Jeremy.
X.A.N.A. asintió con la cabeza.
—Cuando electrificaste el suelo para aturdir a Grigory se perdió la conexión a Internet en toda la fábrica, y hemos estado aislados.
Jeremy asintió. Ya lo sabía... pero le parecía un problema secundario. Lo importante era que habían derrotado al agente de Green Phoenix.
—La conexión ha vuelto durante un breve instante —prosiguió el muchacho del pelo rubio—. Justo el tiempo suficiente para interceptar una comunicación de Dido. ¿Sabes?, creo que tenías toda la razón.
—¿Sobre qué? —preguntó Jeremy con un tono de preocupación.
—Sobre el plan B del gobierno en caso de que no consiguiesen derrotar a los terroristas. Creo que hay un avión que se dispone a hacer saltar por los aires la fábrica.
—¡¿Quééé?! —gritó Jeremy—. ¿Y cuándo va a atacar?
—Si mis cálculos son correctos, dentro de dos minutos, más o menos. Por desgracia, hemos vuelto a perder la conexión, y necesitaría varias horas para restablecerla. Tienes que encontrar de inmediato otra forma de ponernos en contacto con Dido.



Aelita estaba sentada en el centro de la planta baja de la fábrica, sobre los restos de lo que antes había sido la jaima esmeralda de Hannibal Mago.
Por todas partes reinaba la actividad. Los hombres de negro contaban a los heridos, les daban los primeros auxilios, terminaban de esposar a los soldados de Mago y organizaban a quienes se hallaban en condiciones de hacer algo útil.
Ella, por su parte, estaba con las personas a las que quería: Yumi, Ulrich, Eva y Odd, que había vuelto a salir de una de las columnas-escáner, ya sin poderes.
Ninguno de ellos decía ni una palabra. Sentían que todavía no había llegado la hora de contarse todas sus aventuras. Ahora era el momento de contemplar el campo de batalla, respirar hondo y disfrutar del dulce perfume de la libertad y de la hazaña que habían llevado a cabo. Era todo perfecto. O, mejor dicho, habría sido perfecto si también se hubiese encontrado allí la última persona que faltaba para estar todos: Jeremy.
Aelita tenía ganas de volver a verlo, de abrazarlo, de darle las gracias por todo lo que había conseguido hacer. Claro, siempre al estilo de Jeremy, un poco serio, discreto, casi a escondidas. Pero sin él los muchachos no habrían logrado materializarse en la realidad, y entonces... a saber qué habría pasado.
Cuando las puertas del ascensor-montacargas se abrieron, Aelita se giró en aquella dirección con una amplia sonrisa.
Se quedó de piedra. Jeremy no estaba solo. Con él iba otro de los hombres de negro, Comadreja. Y una mujer pelirroja que...
«Jeremy me dijo que estaba aquí —pensó la muchacha con desazón—. Pero hasta ahora no me lo había querido creer de verdad...».
Aelita estaba a punto de dar un paso en aquella dirección cuando Jeremy empezó a gritar.
—¡Una radio! ¡Que alguien me dé una radio! ¡RÁPIDO!



—Cuarenta y tres segundos para alcanzar el objetivo, señora —retumbó la voz del piloto en los oídos de Dido con una crepitación electrostática—. Solicito autorización para abrir fuego.
En la pantalla que Dido tenía delante había un recuadro negro que mostraba los dígitos de la cuenta atrás. Cuarenta y uno. Cuarenta. Treinta y nueve.
—Tengo que soltar la bomba —continuó el piloto—, o si no, dejaré atrás la fábrica, y me tocará dar una vuelta bien larga antes de volver a tenerla a tiro.
Dido sentía la presión de aquel momento, y sabía que aquella misma preocupación se ocultaba tras la voz impasible del piloto. Pero era ella a quien le tocaba cargar con el peso de aquella decisión.
—De acuerdo —murmuró—. Prepárese. Lanzamiento a la hora X autorizado.
—Roger.
En aquel mismo momento, el rostro de Maggie se superpuso en su pantalla al del piloto. La secretaria parecía muy agitada, casi trastornada.
—¡Señora, detenga a Cuervo Negro! ¡Lo han conseguido! ¡Los chicos lo han conseguido!
Por un instante, Dido no dio crédito a sus oídos. Faltaban veintiún segundos para el lanzamiento.
Cuando quedaban sólo dieciocho segundos, restableció la comunicación con el piloto, y cuando le habló ni siquiera oyó su propia voz, de tan estruendosamente como le latía el corazón.



Jeremy apoyó en el suelo la radio que le había dejado el comandante de los hombres rana.
—Lo he conseguido —susurró.
Ulrich le dio un puñetazo cariñoso en el hombro. A todos les había sorprendido la tempestuosa entrada en escena del muchacho, y no habían entendido ni jota de lo que estaba pasando.
—¿Qué te parece si nos lo explicas, cerebrín?
Jeremy le dirigió una tímida sonrisa a su padre y se enderezó las gafas sobre la nariz.
—Bueno... he conseguido decirle a Dido que abortase el ataque. Había un avión a punto de bombardear la fábrica.
—¿Qué...? —prorrumpió Odd, poniéndose en pie de un salto—. ¿Un...?
—Avión —completó Lobo Solitario—. La operación Cuervo Negro. Debí imaginarme que Dido se vería obligada a ponerla en marcha.
Jeremy levantó un dedo hacia el techo.
—¿Lo oís? Es el ruido del cazabombardero que estaba a punto de desintegrarnos a todos.
Odd se puso a aplaudir.
—¡Viva! —gritó—. ¡Por Jeremy: hip, hip...!
—¡Hurra!



Aelita siguió aquella escena con el rabillo del ojo. Sentía que era algo importante, y, sin embargo, no lograba concentrarse en ello.
La mujer que había salido del ascensor junto con Jeremy no le había quitado la vista de encima. Aelita también se había quedado mirándola en silencio. Aquella cascada de cabello pelirrojo que le llegaba hasta los hombros y parecía resplandecer con luz propia era del mismo color que tenía su propio pelo cuando se encontraba en la
realidad y ella no mostraba aquel aspecto de elfa de Lyoko.
La mujer tenía sus mismos ojos. Y los mismos labios finos que Aelita veía cuando se contemplaba en el espejo por la mañana. La nariz, sin embargo, era distinta, y también la forma de la cara. El rostro de la desconocida era más dulce, más amable.
Aelita tenía ganas de acercarse a aquella mujer, de preguntarle si era cierto, si de verdad era ella. Y, a pesar de ello, no conseguía moverse, ni tampoco sonreírle. Era como si un huracán invisible estuviese rugiendo alrededor de la muchacha y la mantuviese clavada en su sitio.
Un pequeño nudo palpitante que Aelita sentía dentro de su pecho sabía perfectamente por qué no lograba decidirse a hablar. Aquel pequeño nudo de dolor le estaba diciendo: «No te hagas ilusiones. No te hagas ilusiones».
Ya le había pasado antes. Se había despertado dentro del superordenador después de una década de sueño, y se había encontrado sola. Tan sola que ni siquiera recordaba haber tenido padres.
Después había descubierto que su padre seguía vivo, atrapado dentro de Lyoko en forma de esfera de energía. Pero Aelita sólo había podido pasar unos pocos minutos con él antes de que se sacrificase para neutralizar a X.A.N.A., cuando la criatura todavía carecía de sentimientos humanos.
Más tarde había localizado el vídeo de La Ermita, en el que su padre le revelaba que su madre seguía viva y que Aelita debía encontrarla. Le había entregado el colgante. Y de nuevo...
Durante demasiado tiempo había sido así: luchar, creer, esperar y luego ver cómo todas sus ilusiones se venían abajo como un castillo de naipes destruido por un soplo de viento.
Ya no podía más. Aelita se había hartado de sufrir. Ya no estaba dispuesta a dar el primer paso. Tenía miedo. Aunque Jeremy le había dicho que era ella...
Sentía que la cabeza le daba vueltas. En torno a ella, el mundo ya no existía, no había ninguna fábrica, ningunos hombres de negro, ningunos terroristas. Tan sólo ella y la mujer del pelo rojo.
Muy despacio, vio cómo se llevaba una mano al cuello, sacaba de debajo de la bata un colgante de oro y lo mantenía cogido con dos dedos.
En aquel mismo instante, el collar de Aelita empezó a vibrar. Todavía sin entenderlo muy bien, todavía sin querer creérselo del todo, la muchacha levantó el colgante a la altura de sus ojos. La A y el nudo de marinero estaban brillando con intensidad.
La mujer pelirroja asintió lentamente con la cabeza.
Aelita se dio cuenta de que no conseguía ver con nitidez. Los ojos se le habían llenado de lágrimas.
La mujer dio un paso hacia delante. El pequeño nudo del pecho de Aelita se deshizo como un cubito de hielo bajo el sol, y la muchacha abrió los brazos de par en par y echó a correr. Sollozando, se lanzó a los brazos de la mujer.
Olía muy bien. Olía a hogar. Era su madre.

Capítulo 17

17 
LA FUGA DE MAGO

Odd vio a cámara lenta cómo el soldado que tenía delante levantaba su arma, y en medio de toda aquella confusión le pareció oír el clic del gatillo.
Hubo una explosión ensordecedora, y el muchacho cerró los ojos y se agarró con todas sus fuerzas al corto y lustroso pelaje de la pantera. La criatura saltó, levándolo muy alto, y por un instante el techo y el suelo se confundieron.
Cuando volvió a abrir los ojos se dio cuenta de que todavía estaba de una pieza. El soldado se encontraba tirado en el suelo, bajo las zarpas de la pantera digital, y se quejaba en un extraño idioma.
—¡Yujuuuu! —estalló Odd, y su grito terminó transformándose en una carcajada salvaje.

El muchacho analizó a toda prisa la situación. Ae~ lita y Eva se las estaban apañando estupendamente. El unicornio cargaba contra los soldados, los derribaba a golpe de casco mientras su pequeña amazona elfa disparaba esferas de energía. Eva gritaba sin descanso, creando una auténtica lluvia de afiladas notas de todos los colores que se abatían sobre los hombres de Green Phoenix. Algunos de ellos ya habían dejado caer sus armas y se estaban rindiendo.
Odd se volvió justo a tiempo para ver cómo se cerraba la puerta del ascensor. Dentro de la cabina había un hombre vestido de amarillo.
—¡Hannibal Mago se está escapando! —gritó alguien.
El muchacho se giró en dirección a aquella voz. Quien había gritado era la profesora Hertz, que se encontraba al otro lado de una estrecha abertura. Odd escrutó la compuerta. No era demasiado ancha, pero...
Tomó una decisión. Golpeó con los talones en las ijadas de la pantera y se echó sobre su lomo, con la cara aplastada contra el suave pelaje y tratando de mantenerse lo más bajo posible. La criatura entendió al vuelo sus intenciones, y atravesó toda la sala a una velocidad espantosa mientras los soldados de Mago se apartaban para que no los arrollase. La pantera se
asomó a la abertura, inclinó la cabeza, flexionó sus patas delanteras y saltó.
Atravesó volando el metro y medio del túnel vertical y aterrizó al otro lado, entre las turbinas.
Odd saludó a los señores Ishiyama. A continuación vio a Richard, y se le iluminó la cara.
—¿Sabes si por casualidad se puede llegar desde aquí al bajo?
—S-s-sí... —balbuceó Richard con una expresión descompuesta en el rostro—. Nosotros hemos pasado por los conductos de ventilación, pero ahí al fondo hay unas escaleras...
—¡Perfecto! —exclamó Odd—. Entonces, venga, sube.
—Pero... ¿adonde?
—Pues a la grupa de la pantera, hombre, ¿no te digo? ¡Vamos a ajustarle las cuentas a Mago de una vez por todas!




Ulrich y Yumi se acercaron el uno a la otra y se dieron la mano. Luego sonrieron y se abrazaron.
—Has estado estupenda —dijo Ulrich con la mirada imantada a los ojos oscuros y profundos de la muchacha.
—Dejémoslo en que los dos hemos estado geniales —respondió ella con una sonrisa.
Y, en efecto, habían llevado a cabo un buen trabajo. Todos los soldados de la sala de los escáneres habían sido neutralizados, y ahora estaban en una esquina, atados de dos en dos. Cada soldado llevaba un par de esposas colgando del cinturón, y eso había resultado de lo más útil... para los muchachos.
La manta de Ulrich estaba posada en el suelo, y ahora parecía una gran alfombra triangular de color naranja. El zorro de plata se hallaba acurrucado junto a ella con la cabeza entre las patas.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Yumi. Ulrich se encogió de hombros y se lo pensó por un instante.
—¡Vamos a la planta baja de la fábrica, a rematar la faena! —dijo a continuación.
El ascensor estaba ocupado. Los muchachos apretaron el botón de llamada y esperaron con impaciencia a que se abriese la puerta. Cuando el contenedor por fin los llevó arriba con un ruido sordo de cables y la puerta se abrió en la planta baja, se toparon con una auténtica escena de guerra.
Había decenas y decenas de soldados disparándose los unos a los otros, parapetándose tras las pilas de vigas o agazapándose detrás de las carretillas de carga y las enormes bobinas de cable. Algunos iban
vestidos con el uniforme verde de Green Phoenix, y otros llevaba trajes de neopreno negro y gruesos chalecos antibalas del mismo color.
Yumi soltó un lento silbido, estupefacta.
—¡Metámonos en el ajo! —la animó Ulrich.
El pequeño samurai saltó sobre su manta y desenvainó la catana.
Un cuchillo arrojadizo tan afilado como una navaja de barbero voló hacia Ulrich, y el muchacho lo partió por la mitad con un mandoble perfectamente calculado de su espada. Después se zambulló de cabeza en aquel caos de cuerpos, gritos y balazos.



Dido y el director Delmas se encontraban en el laboratorio de ciencias.
La mujer, que llevaba un par de grandes auriculares que le tapaban las orejas, mantenía los ojos clavados en los monitores de sus ordenadores.
A su lado, Delmas lo observaba todo en silencio, sentado en una silla demasiado pequeña para su envergadura. El director tenía miedo. Dido lo sabía, y ella también tenía miedo, pero no podía echarse atrás.
El reloj que había colgado en la pared de enfrente marcaba las doce y dieciocho minutos. La imagen del ordenador principal temblequeó un momento, para luego dibujar las líneas del rostro de Maggie.
—¿Y bien? —dijo Dido con un hilo de voz tras soltar un suspiro.
—Hemos recibido el informe preliminar del escuadrón 1 aéreo y el escuadrón 3 de infantería. Por desgracia, no hay buenas noticias. Alguien ha volado por los aires el puente entre la ribera y el islote, y las armas de defensa de Green Phoenix han impedido a nuestras alas delta aterrizar sobre el tejado de la fábrica. Esos dos equipos se han quedado aislados fuera.
Dido volvió a exhalar un profundo suspiro. Gracias a los auriculares, el director Delmas no había podido oír ni una palabra, pero debía de haber intuido algo por sus expresiones. La mujer tenía las manos sobre las rodillas, tensas como dos garras arrugando sus pantalones, y las venas de sus antebrazos estaban empezando a hincharse.
—¿Y el escuadrón 2? —preguntó, no sin temor.
—Los hombres rana han llegado al objetivo. Desgraciadamente, las costas del islote estaban plagadas de alarmas que han puesto en guardia a los terroristas. Hemos perdido el contacto con ellos, pero por los informes del escuadrón 3 sabemos que está teniendo lugar un enfrentamiento armado en el interior del edificio.
—Avisa al escuadrón 3 de que deben ir a La Ermita. ¡Quiero ese chalé despejado de terroristas ya mismo!
Dido abrió una ventana en la pantalla. Era la imagen de un cazabombardero, un F-16 sin ninguna seña distintiva y con las alas triangulares cargadas de misiles. Cuervo Negro.
—¿A qué altura estamos de la otra operación? —preguntó Dido.
—Cuervo Negro ha despegado puntualmente de nuestra base secreta en Islandia. Alcanzará el objetivo a la hora establecida.
—Muy bien —comentó Dido, y se detuvo un momento para reflexionar antes de proseguir—. Quiero un enlace de radio punto a punto para estar en contacto directo con el piloto. Seré la única persona que pueda comunicarse con él.
La secretaria asintió.
—Espero de verdad que Cuervo Negro regrese a la base con toda su carga, señora.
—Sí, Maggie, yo también lo espero.



Odd y Richard dejaron atrás las escaleras y llegaron a la sala de máquinas que los soldados de Mago habían convertido en su comedor. Cuando la pantera irrumpió en la sala, todos los hombres alzaron la cabeza y empuñaron las armas.
Odd espoleó a su criatura, que pegó un salto y se lanzó al galope por la hilera de mesas con un rugido terrorífico. Richard respondió con un gritito asustado.
Ése era justo el estilo preferido de Odd: una entrada en escena a la grande, molona.
El muchacho se puso en pie sobre el lomo de la pantera en movimiento y tomó impulso. Mientras Richard continuaba su alocada carrera sobre las mesas, se agarró a un tubo que salía del techo y, utilizándolo como si fuese una barra de gimnasia acrobática para dar una voltereta, empezó a disparar flechas láser a diestro y siniestro. Apuntó con una gran precisión, destruyendo fusiles, desarmando soldados y haciendo añicos las hojas de los cuchillos que comenzaban a volar por la habitación como un enjambre mortal. Luego se dejó caer, aterrizó sobre la espalda de un soldado que terminó patas arriba por los aires, pasó corriendo bajo una mesa y siguió lanzando flechas a ras del suelo.
Se lo estaba pasando bomba.



Yumi ya había comprendido cómo iban las cosas: los soldados de verde eran los malos, y los de negro,
los buenos. Cuando Ulrich y ella llegaron, los de negro estaban perdiendo la batalla. Eran pocos, mientras que los hombres de Green Phoenix parecían las cabezas de la hidra de Lerma.
Sin embargo, los dos muchachos habían cambiado el equilibrio de fuerzas en el campo de batalla. Daban la impresión de estar por todas partes. Ulrich aparecía sobre su manta en medio de todas las peleas al tiempo que giraba su espada como las palas de un helicóptero, mientras que el zorro de Yumi se escabullía de un lado a otro de la sala entre las sombras y los montones de vigas para después atacar a los terroristas por sorpresa.
La muchacha apuntó a las delgadas columnas de metal que sostenían un tramo de pasarela relucientemente nuevo. Sus abanicos salieron volando con un siseo, atravesaron las columnas como si fuesen de mantequilla y volvieron a sus manos. Los soldados de Green Phoenix que estaban agazapados allí abajo alzaron la cabeza, preocupados por el chirrido que les estaba llegando de arriba, y vieron que se les venía encima toda la pasarela.
—¡Buen tiro! —chilló una voz.
Yumi se dio media vuelta y sonrió. Por una puerta estaban entrando Odd y Richard. El muchacho de más edad iba a lomos de la gran pantera, que se diría fuera de control, mientras que Odd los seguía a grandes saltos, apoyándose sobre manos y pies en cualquier superficie, ya fuese horizontal o vertical. Parecía un auténtico gato.
—¡Ojo con ese tipo vestido de amarillo! —gritó enseguida—. ¡Es Hannibal Mago!
Yumi se giró en la dirección que le estaba señalando Odd, y lo mismo hicieron muchos de los hombres de negro, que de inmediato comenzaron a disparar hacia allí.
La muchacha vio cómo el jefe de Green Phoenix, soltando maldiciones y tacos de todos los colores, sacaba una gran pistola plateada de su americana para responder al fuego de sus enemigos. A continuación se refugió tras una columna para recargar el arma. Cuando salió de detrás de su parapeto, durante una fracción de segundo los ojos de la muchacha y los del hombre se encontraron. Después Mago disparó seis tiros sin solución de continuidad.
El zorro de Yumi saltó hacia un lado para evitar que la muchacha fuese alcanzada por los proyectiles... pero a él le acertaron en medio del pecho.
—¡No! —gritó Yumi.
El zorro se transformó bajo ella en una cascada de brillantes que se disolvieron en el aire como cenizas. La geisha rodó por el suelo.
Una nueva andanada de disparos la obligó a saltar hacia un lado para ponerse a salvo. Odd llegó hasta ella y se agazapó detrás de una carretilla de carga que yacía de costado.
Yumi observó al hombre con una mirada gélida.
—Mago me las va a pagar. Vamos a por él.



Ulrich estaba combatiendo con un ardor increíble. La manta lanzaba rayos láser por la cola mientras el muchacho desplegaba su destreza con las artes marciales para atacar con la espada, esquivar y derribar a patadas a sus enemigos. Richard tampoco lo estaba haciendo mal... más que nada gracias a la pantera.
—¡Ulrich! —lo llamó Yumi—. Odd y yo nos encargamos de Mago.
El muchacho saltó de la manta con una patada giratoria que mandó al suelo a un par de soldados. Se giró y levantó dos dedos en señal de victoria.
—Vale. Por aquí la situación ya está bajo control.
Yumi sonrió. A continuación, Odd y ella intercambiaron un gesto cómplice, y ambos salieron de un brinco de detrás de la carretilla de carga.
El jefe de Green Phoenix se había encaramado a una de las pasarelas colgantes que aún estaban intactas, y corría como un desesperado hacia las puertas que daban a las oficinas. Odd tomó carrerilla y dio un salto que lo llevó directamente encima de la pasarela, rebotando luego sobre ella como si sus piernas fuesen un par de muelles. Yurni también hizo una pirueta en el aire, se aferró a una viga que colgaba de una vieja grúa y la aprovechó como si se tratase de un péndulo para reunirse con su amigo.
—¿Por dónde se ha ido? —le preguntó a Odd en cuanto se encontró a su lado.
—Por allí.
Por debajo de ellos la batalla estaba arreciando. Los dos muchachos corrieron por la pasarela y derribaron la puerta que Mago había cerrado tras de sí tan sólo unos segundos antes.
Estaban en una sala abarrotada de máquinas de aspecto tétrico. No era un espacio demasiado amplio, aunque el techo era realmente alto. Había un tramo de escaleras que conducía al piso de arriba, el último antes de llegar al tejado.
—Podría haberse escondido en cualquier... —susurró Odd, pero su frase se vio interrumpida por el ruido de otra puerta que se cerraba de un portazo. Los dos muchachos subieron a toda prisa los escalones, preparándose para el combate.
Otra nueva sala con más maquinaria. En esta ocasión, sobre sus cabezas había una inmensa vidriera sucia de aspecto ruinoso por la que se filtraba la tenue luz de la luna.
Hannibal Mago, claramente visible a causa de su ridículo traje de color amarillo canario, estaba trepando por una enorme prensa. El jefe de Green Phoenix parecía conocer aquel sitio al dedillo. Una vez que se encontró en pie sobre la máquina, maciza y cubierta de un polvo gris, se estiró hacia la vidriera del tejado y rompió uno de sus cristales con la culata de la pistola.
—¡Quieto! —le gritó Yurni.
Lanzó sus dos abanicos, pero el hombre fue más rápido que ella y, tras alzarse a pulso, logró salir al tejado, desapareciendo de su vista.
Yurni recuperó los abanicos. Odd y ella llegaron corriendo a la prensa a la que Mago se había subido y permanecieron agachados para evitar un posible ataque a balazos. Pero lo único que les llegaba del tejado de la fábrica era un profundo silencio.
Los dos muchachos saltaron, vieron el hueco que el hombre había abierto a golpes en la vidriera y lo siguieron.
Ahora se encontraban sobre el tejado de la fábrica. Era un plano inclinado hecho de hierro y cristal que descendía hasta los canalones perimétricos de un intensísimo color gris claro que la luz de la luna hacía brillar como si fuese mercurio. Allí arriba hacía bastante frío, y soplaba un viento tan fuerte que Yumi estuvo a punto de perder el equilibrio, resbalando sobre las lisas suelas de sus sandalias de geisha.
Hannibal Mago se estaba desplazando a lo largo de la pendiente del tejado en dirección a una pequeña plataforma de ladrillos rojos que quedaba algo más abajo. Sobre la plataforma había una caja, un contenedor de metal en el que estaba estampillado el símbolo de Green Phoenix.
El hombre oyó el ruido que hacían los muchachos a su espalda y giró la cabeza para mirarlos mientras seguía avanzando, resbalando y sosteniéndose sobre sus manos igual que una gran araña asustada.
Odd dio un paso sobre la plancha de cristal, y se oyó un siniestro crujido, por lo que se apartó de inmediato hacia las guías de hierro.
—Ve con cuidado —le dijo a Yumi—. Esto podría venirse abajo en cualquier momento.
La muchacha se quitó las sandalias y empezó a caminar descalza, siguiendo a su amigo. Hacía demasiado viento como para usar sus abanicos, y Mago estaba demasiado lejos para las flechas de Odd. Prosiguieron despacio, poniendo un pie delante del otro
con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, como un par de funámbulos.
Mago se movía de forma descoordinada. Estaba perdiendo los nervios. Seguía empuñando la pistola con una mano, y el arma lo entorpecía. Puso un pie sobre una plancha de cristal rota que se partió bajo su peso. Yumi oyó una imprecación y vio cómo el hombre se ponía a salvo a toda prisa sobre las guías de hierro.
Mago se volvió hacia ellos una vez más, se percató de la técnica que los muchachos estaban empleando, y él también empezó a caminar sobre una imaginaria cuerda floja, un lento paso tras otro.
Odd lanzó algunas flechas, que rebotaron sobre la superficie de cristal sin lograr alcanzar a su enemigo. Mientras tanto, el jefe de Green Phoenix llegó a la plataforma de ladrillos, se acuclilló tras la caja y disparó.
Yumi oyó el estallido, se volvió y vio cómo Odd caía hacia atrás. El proyectil... ¡No era posible, Mago había conseguido acertarle! El chico-gato quedó envuelto por una nube de chispas azules y desapareció.
La muchacha clavó sus ojos en el jefe de Green Phoenix con todo su odio. Sabía que ahora Odd se limitaría a aparecer de nuevo dentro de una de las columnas-escáner de la fábrica, completamente ileso, pero no pudo dejar de pensar en qué habría pasado si su amigo no hubiese tenido los poderes de Lyoko.
Soltando un gruñido, Mago lanzó su pistola a un lado y se dedicó a abrir la caja. Sacó de ella una curiosa mochila hecha de meta! con dos gruesos tubos en la parte de abajo. Se puso el aparato con gestos frenéticos, metiendo los brazos por los resistentes tirantes, que se enganchó luego a la altura de la cadera, y agarró un objeto rectangular que sobresalía de uno de los lados de la mochila, a la que estaba conectado por un cable. Tenía todo el aspecto de un mando de videojuego.
Mago pulsó un botón, y la mochila de metal se encendió con un sordo retumbo, para acto seguido empezar a escupir un fuego denso por sus tubos inferiores.
Finalmente, Yumi comprendió lo que era aquello: un jet-pack, es decir, una mochila cohete. Lo había visto en películas, ¡pero nunca había pensado que algo así pudiese existir de verdad!
El jefe de Green Phoenix apretó otro botón, y por detrás de sus hombros se abrieron con un chasquido dos pequeñas alas. A continuación se elevó unos cuantos metros. El chorro de sus propulsores hizo que la parte del tejado de cristal que tenía a su alrededor estallase en mil pedazos.
¡Hannibal Mago iba a escaparse sin un solo rasguño!
Yumi respiró hondo y echó a correr sobre la delgada guía de hierro. Luego dio una voltereta sobre sus manos con más estilo que una gimnasta profesional y aterrizó sobre la plataforma de ladrillos. La muchacha, que ahora se encontraba a la espalda del hombre, saltó hacia arriba y lanzó sus abanicos. Pero Mago se había dado cuenta de su maniobra, y se giró, describiendo en el aire un viraje cerrado. Los abanicos fallaron el blanco y volvieron a toda velocidad hacia Yumi.
El jefe de los terroristas apretó los botones del mando que tenía entre las manos y se impulsó hacia atrás. De su garganta salió una carcajada parecida a un graznido de triunfo.
—¡Hasta nunca, mocosa!
Por un segundo, Yumi pudo ver el brillo de sus colmillos de oro, y luego el hombre giró sobre sí mismo y empezó a sobrevolar el tejado de la fábrica en dirección al río, cada vez a mayor velocidad.
Se estaba escapando, y Yumi ya no podía detenerlo.
Pero en cuanto llegó a la altura de los canalones, Hannibal Mago oyó el ruido del combustible que empezaba a fluir por los tubos, acompañado de una asquerosa vaharada de petróleo. Se había olvidado de los lanzallamas que él mismo había hecho instalar contra posibles ataques aéreos.
El jefe de Green Phoenix soltó un grito. Manipuló los mandos del jet-pack a toda prisa, y la mochila salió disparada en vertical justo cuando a sus pies comenzaba a brotar un surtidor de fuego. De manera instintiva, levantó las manos para protegerse la cara. Fue un craso error.
Al principio Yumi no entendió qué estaba pasando. Vio cómo el hombre cambiaba bruscamente de rumbo para ascender hacia el cielo mientras el tejado de la fábrica empezaba a arder bajo él, creando una compacta barrera de llamas.
Después, de golpe y porrazo, impulsado por el denso humo que salía de la parte inferior de su mochila a reacción, Mago rompía a dar vueltas sobre sí mismo a toda velocidad.
El jefe de Green Phoenix se elevó muy por encima de aquel muro de fuego, lo superó, y se alejó por el cielo dibujando una estela clara que recordaba a la de un cometa.
Los lanzallamas se apagaron con la misma rapidez con la que se habían activado, y en la oscuridad que volvió a inundar la noche, Yumi vio cómo Hannibal Mago perdía altura y describía un largo arco sobre el río silencioso. Luego se precipitó en él, levantando un gran chorro de agua.

sábado, 21 de enero de 2012

Capítulo 16

16
CORTOCIRCUITO

Memory estaba empuñando la pistola de Grigory; la apuntaba directamente hacia su cabeza. Jeremy aún seguía aferrando con ambas manos la palanca de encendido del superordenador, y contemplaba la escena como si estuviese hipnotizado. Los jeroglíficos de oro del cilindro estaban retomando su color, y el muchacho tenía la esperanza de haber conseguido ayudar a tiempo a sus amigos.
Grigory le dedicó una sonrisa sardónica a la mujer.
—¿Qué te crees que estás haciendo? —le dijo—. ¿Vas a dispararme? Esa pistola es una Desert Eagle. Tiene un retroceso tan fuerte que podría partirte la nariz... Y ni siquiera sabes empuñarla como es debido.

Jeremy observaba los músculos de Memory, contraídos por el esfuerzo de mantener derecha aquella arma tan pesada.
—Puede que así sea —respondió la mujer—. Pero también podría alcanzarte por error. Deja caer el mando del superordenador, métete en el ascensor y vete de esta sala.
—Ni hablar.
Grigory dio un paso adelante. La mirada de Jeremy se detuvo un instante en sus zapatos: elegantes, de charol negro y con unas suelas de cuero que rechinaban contra el suelo de metal. La madre de Aelita y él, por el contrario, llevaban zapatillas de deporte con unas gruesas suelas de goma. Y eso hizo que se le ocurriese una idea...
Se escabulló detrás del superordenador, donde lo había preparado todo para cortocircuitar el mando a distancia de Hannibal Mago. Ahora el mando estaba en manos de Grigory, y no había forma de quitárselo... pero su sistema podía resultar igualmente útil.
Jeremy levantó uno de los paneles del pavimento y quitó los fusibles de protección del aparato que había montado. Las manos del muchacho se movían a toda prisa. Había estudiado aquellos circuitos durante toda la tarde, y los conocía al dedillo. Lo único que le hacía falta era una simple sobrecarga. De esa forma, el superordenador dispersaría la energía sobrante por el suelo, para excluir después el circuito defectuoso y devolver automáticamente las cosas a la normalidad.
Jeremy desenchufó uno de los cables del alternador, poniendo mucha atención en tocar únicamente la vaina aislante. Tuvo un momento de duda. ¿Bastarían las suelas de goma para aislarlos de la corriente? ¿Qué les pasaría a sus amigos dentro de Lyoko?
Con el cable agarrado entre los dedos como si se tratase de una serpiente venenosa, el muchacho se asomó al otro lado del cilindro. Grigory se había acercado un poco más a Memory, que parecía aterrorizada. La pistola que tenía en las manos temblaba a ojos vistas.
—Anda, sé buena —dijo el hombre—. Dame el arma antes de que te hagas daño.
Jeremy tomó su decisión y apoyó el cable contra la base del superordenador. Un instante después, un hilillo de humo negro se elevó del aparato... Y luego saltó la chispa.
Las planchas de metal adquirieron un color azul incandescente. Memory soltó un grito, y Grigory cayó al suelo como un saco de patatas.
Jeremy sintió que el vello de sus brazos se erizaba de golpe.

—¡Ten cuidado! —le gritó a Memory—. ¡No te muevas!
El cuerpo de Grigory se elevó espasmódicamente del suelo, alcanzado de nuevo por la descarga, y Jeremy se dio cuenta de que las suelas de sus zapatillas se habían fundido con el pavimento a causa del calor. Tuvo que despegarlas a tirones.
No habían pasado ni dos segundos más cuando una serie de clics lo advirtió de que el superordenador había puesto en marcha sus sistemas de seguridad.
Las planchas recuperaron al instante su color natural.
—Gracias —dijo Memory, volviéndose hacia Jeremy y dejando caer la pistola al suelo.
El muchacho se acercó a Grigory. El hombre tenía los ojos cerrados, y ya no parecía demasiado peligroso.
—Se ha desmayado. Ayúdame a atarlo antes de que se recupere.



Por fin los pies de Lobo Solitario se alejaron del rostro de Richard, permitiéndole tomar aliento de nuevo.
El conducto de ventilación era tan bajo y estrecho que la espalda del uniforme se le había hecho jirones, y Richard había pasado demasiado tiempo oliendo los pies sudados del hombre de negro que iba delante de él.
Ahora vio que el agente bajaba al suelo de un salto. Había desatornillado la rejilla que cerraba el túnel y había salido al descubierto.
—¿Hay alguien? —siseó Richard.
—¡Adelante, ven, vía libre!
El joven llegó al final del conducto, y Lobo Solitario lo ayudó a salir. Luego se inclinó detrás de él para echarle una mano a Hertz y a los demás.
Richard miró a su alrededor. Se encontraba en una sala inmensa, atestada de máquinas imponentes. Los enormes armazones de metal estaban todos apagados, y los paneles de mando mostraban una gruesa capa de polvo. Desde el techo les llovían unas goteras que habían cubierto el suelo, volviéndolo resbaladizo y maloliente.
—¿Dónde estamos?—susurró.
—Bajo el comedor que hemos visto antes —respondió la profesora Hertz.
Lobo Solitario asintió.
—Antes de empezar con la misión, Dido nos hizo aprendernos de memoria toda la planimetría de la fábrica. Ahora nos encontramos en la sala de turbinas, y si continuamos por ahí deberíamos toparnos con un túnel de servicio que nos llevará directamente al primer piso subterráneo. Estamos a su misma altura.
Richard observó las caras de cansancio de las personas que estaban con él. Todos iban bien armados con fusiles y pistolas, pero no estaba seguro de si iban a ser capaces de usarlos.
—¿Qué es lo que quieren hacer? —preguntó.
—Llegamos a la sala de la consola de mando, eliminamos a nuestros posibles oponentes y tomamos el control del lugar —le contestó Lobo Solitario con una sonrisa—. ¡Empezamos a combatir!
Richard soltó un largo suspiro. Era justo la respuesta que se había temido.



Los muchachos ya habían llegado a la torre. Se encontraba dentro del sector del desierto, hecho de una arena dorada que se perdía de vista en el horizonte.
Aunque no hacía calor. Dentro de Lyoko la temperatura siempre era estable. No había estaciones. No llovía nunca. Parecía como si el tiempo no pasase. Y la arena no se movía con el viento.
Odd entrecerró los ojos para observar en el cielo claro a Eva, que estaba virando hacia él. La muchacha parecía una bruja rock, y a Odd eso le encantaba. Claro, no era la misma Eva a la que había conocido en el Kadic... Pero en el fondo prefería esa nueva versión, con ese acento yanqui que deformaba las palabras y hacía que la cabeza le diese vueltas... de campana.
—Date prisa —le gritó el muchacho sin bajarse de su pantera—. ¡Sólo faltas tú!
Eva asintió e inclinó hacia abajo el mástil de su guitarra, lanzándose en picado a una velocidad demencial. No enderezó su trayectoria hasta el último momento, justo antes de estrellarse contra el suelo, y al final saltó de la guitarra con una sonrisa de felicidad.
—¡Uau! —exclamó—. ¡Es lo mejor que me ha pasado en la vida!
Pero Odd siguió mirando fijamente el cielo con una expresión de preocupación dibujada en el rostro. Sobre su superficie uniforme estaban empezando a condensarse unos oscuros nubarrones.
—¿Qué pasa? —comentó Eva, estallando en una carcajada—, ¿tienes miedo de una tormenta?
—Dentro de Lyoko nunca hay tormentas... —murmuró el muchacho.
Se volvió hacia sus amigos. Todos habían entrado ya en la torre a excepción de Ulrich, que los estaba esperando de pie sobre el lomo de su manta. Él también levantó la mirada.
—Oh, oh —dijo.
Las nubes se condensaron justo sobre sus cabezas, coloreándose con nuevos matices negros y amenazadores. Después empezaron a caer rayos.
El primer relámpago alcanzó la torre, haciendo que brillase con un millón de chispas. El segundo cayó justo a los pies de la pantera de Odd, y dibujó un oscuro cráter en el terreno. El muchacho pegó un brinco hacia un lado, aprovechando la agilidad de su criatura.
—¡No lo entiendo! ¿Qué demonios está haciendo Jeremy ahí fuera? Primero apagan el superordenador... ¡y ahora esto!
—Lo importante —le gritó Ulrich— es materializarnos lo antes posible en la realidad.
Eva asintió.
—Tiene toda la razón. Metámonos en la torre, que X.A.N.A. nos está esperando.



El segundo piso subterráneo estaba vigilado por seis soldados sentados en círculo al lado de las columnas-escáner. Tres de ellos eran europeos, y estaban discutiendo sobre los resultados de los últimos partidos de fútbol. Los demás eran asiáticos, y cuchicheaban entre ellos de buzkashi, un violento juego
de su tierra parecido al polo, sólo que en vez de luchar entre sí por una pelota, los contrincantes se disputaban el boz, un cadáver de vaca sin cabeza ni extremidades.
Los soldados estaban mortalmente aburridos. Llevaban horas allí, inmóviles delante de aquellas columnas, sin tener ni siquiera un mísero televisor que mirar. No habían tenido el habitual cambio de guardia, así que se habían visto obligados a saltarse la cena.
—No lo entiendo —exclamó uno de ellos, poniéndose en pie—, ¿por qué no viene nadie? ¡Nuestro turno ya se ha terminado hace un buen rato!
Otro, que hasta aquel instante había estado hablando en mongol, pasó inmediatamente al francés.
—Intenta estar tranquilo. Ya sabes cómo funcionan las cosas cuando estamos en una misión...
En aquel momento se oyó un zumbido, y el soldado se giró hacia las columnas-escáner. Apuntó su metralleta en esa dirección.
—¿Qué está pasando? —murmuró. El hombre llevaba muchos años al servicio de Green Phoenix. Había combatido en Asia, África y Latinoamérica. A esas alturas de su vida ya estaba convencido de que lo había visto todo. Pero no estaba preparado para aquel espectáculo...
Montado sobre su pantera, Odd fue el primero en salir de los escáneres.
—¡SÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍ! —gritó con tono triunfal.
El plan de X.A.N.A. había funcionado. Gracias al broche se había materializado en la realidad manteniendo su forma felina... ¡y a lomos de la pantera!
El muchacho se percató de la presencia de los soldados. Uno de ellos estaba de pie, y apuntaba su ametralladora en su dirección.
—¡Flechas láser! —gritó Odd casi al mismo tiempo que empezaban a salir de sus muñecas pequeñas cuchillas de luz que se precipitaron contra el hombre.
El soldado disparó una ráfaga de balas que pasó muy por encima de la cabeza de Odd, rebotando contra las paredes de la sala. A continuación, las flechas láser dieron en el blanco, empujándolo contra la pared. El cañón de la ametralladora acabó cortado en dos, mientras que otras saetas le clavaron el uniforme al muro.
El hombre gruñó algo en una lengua desconocida, pero Odd no le hizo caso. La pantera saltó contra otra de las paredes de la sala y volvió hacia atrás al tiempo que el muchacho empezaba a disparar una andanada de flechas.
Vio que Ulrich salía de la segunda columna, y Yumi, de la tercera. El joven samurai ya había desenvainado su espada, y estaba a punto de enfrentarse con
uno de los soldados, mientras que Yumi estaba abriendo sus abanicos.
—¡No son nada más que seis! —protestó Odd—. ¡Dejádmelos a mí!
Con los poderes de Lyoko se sentía capaz de enfrentarse a un ejército entero. Ulrich bajó de su manta de un salto, rebanó las metralletas de dos soldados y los tumbó con un par de llaves de kung-fu.
—¡Yumi y yo nos ocupamos de éstos de aquí, y luego vamos a la entrada de la fábrica! Tú sube con Eva y Aelita al primer piso subterráneo, y apoderaos de la consola de mando.
Aelita salió a la carga de la columna, con el unicornio lanzado a galope tendido. La criatura bajó su cuerno hasta obligar a un soldado a tirarse al suelo, y Yumi se le echó encima de inmediato.
—¡Recibido! —dijo Odd, al ver que Eva también había salido del escáner—. Venga, venios conmigo. ¡Tenemos que reconquistar el superordenador!



Al fondo de la sala de turbinas había un panel de hierro forjado medio oxidado. Richard se quedó mirando mientras Lobo Solitario, Comadreja y Hurón forzaban la cerradura que mantenía cerrado el paso y empujaban a un lado la cobertura de metal.
Tras el panel se abría un túnel vertical. Era una especie de grueso intestino de cemento húmedo y oscuro, de algo más de metro y medio de anchura, que se perdía hacia abajo, descendiendo en dirección al segundo y el tercer piso subterráneo de la fábrica.
Justo delante de ellos, en la pared opuesta del conducto, se veía otra compuerta cerrada. Era la entrada a la sala de la consola, donde se encontraba el centro de mando del superordenador.
La única manera de llegar hasta aquella compuerta era saltar, salvando la anchura del túnel. Había que conseguir agarrarse a uno de los asideros enclavados en el lado opuesto para después subir y abrir finalmente la plancha de hierro forjado.
—La cosa se pone bastante fea —comentó Walter Stern—. No podremos entrar todos a la vez en la sala.
—Ya —confirmó Lobo Solitario—. Uno de nosotros va a tener que pasar al otro lado y abrir la compuerta. Los demás se quedarán aquí para cubrirlo en caso de que los terroristas nos estén esperando.
Hertz y Lobo Solitario discutieron durante un rato el plan de ataque, mientras que Richard y Michel Belpois se alejaban en busca del material necesario.
Bajo un gran panel encontraron una bobina de cable eléctrico. Parecía lo bastante grueso como para soportar el peso de un hombre adulto. Volvieron a la entrada del túnel, resoplando a causa del peso de la bobina, y ayudaron a Comadreja a atarse el cable a la cintura.
A continuación, el hombre de negro suspendió casi todo su cuerpo sobre el abismo del pozo y saltó hacia el otro lado con el cable agitándose tras él como la cola de un animal enloquecido. Comadreja braceó y falló por un pelo a la hora de agarrarse al primer asidero, pero consiguió engancharse al inmediatamente inferior.
Se giró hacia Richard con una amplia sonrisa en el rostro.
—¡Perfecto! —dijo mientras trataba de recobrar el aliento—. Ahora mismo subo.
El hombre escaló hasta la compuerta que llevaba a la sala de la consola.
Lobo Solitario lo observaba con la pistola empuñada. A su lado tenía a la profesora Hertz, y detrás de él, a Richard y a Walter Stern. Los señores Ishiyama y Michel Belpois, que también iban armados, estaban esperando algo apartados de los demás.
El agente estiró una mano hacia la palanca con la que se abría la compuerta, pero ésta se movió antes de que él llegase a tocarla.
La plancha de metal se deslizó hacia un lado, revelando un estrecho pasaje por el que salió una pistola que abrió fuego de inmediato.
Lobo Solitario y Hertz se tiraron al suelo. Richard agachó la cabeza mientras una ráfaga de balas volaba por encima de sus hombros, haciendo saltar un montón de chispas de la gigantesca turbina que tenía detrás.
Un par de segundos después, el muchacho consiguió volver a abrir los ojos. La sala de la consola estaba muy cerca. Richard vio el sillón giratorio y el colorido globo semitransparente que flotaba ante él. Lyoko.
Pero la sala estaba llena de soldados, y todos armados y dispuestos a combatir con todas sus fuerzas. Los encabezaba un hombre elegante vestido de amarillo de la cabeza a los pies.
—¡Hannibal Mago! —gruñó Lobo Solitario.
El agente se asomó al interior del pozo de mantenimiento, disparó un par de tiros a ciegas en dirección a la sala y luego volvió a parapetarse.
Mientras tanto, Comadreja seguía dentro del conducto, agarrado a los asideros y aplastando el cuerpo contra el muro como una salamanquesa al acecho. De pronto, el agente gritó, soltó los asideros y empezó a caer hacia el abismo. Richard tiró del cable eléctrico que lo ataba al hombre de negro. El joven sentía la adrenalina latiéndole contra las sienes. Tenía la sensación de no poder pensar con claridad.
A su alrededor se había desencadenado una tempestad de gritos y disparos.
Trató de calmarse. Pensó que Comadreja pesaba demasiado, y que no iba a poder subirlo a pulso. Dejó que el cable se le deslizase lentamente entre las manos, bajándolo poco a poco. Después de todo, el túnel tenía que acabarse más pronto o más tarde, y allí abajo Comadreja se encontraría a salvo de las balas perdidas.
Cuando Richard sintió que el cable se había destensado, se llevó las manos a la boca.
—Ey, amigo, ¿has llegado?
—¡Sí, sí! ¡Aquí también hay una compuerta, pero está cerrada y tiene un teclado numérico de seguridad!
Una nueva ráfaga de ametralladora obligó a Richard a parapetarse tras el muro.
Si no pasaba algo bien rápido, no tendrían la menor posibilidad.



Hannibal Mago estaba furibundo. Debía de haber pasado algo en el tercer piso subterráneo. Llevaba ya varios minutos sentado a los mandos de la consola, pero allí no aparecía ningún robot listo para obedecer sus órdenes. ¡Aquel maldito mocoso, Jeremy, estaba tratando de jugarle una mala pasada!
Y ahora también se encontraba con aquel otro quebradero de cabeza. Los prisioneros se habían liberado, y de algún modo habían conseguido hacerse con unas armas. Qué pena que estuviesen del lado equivocado del pozo de mantenimiento: en esa posición no eran más que simples blancos humanos.
Hannibal Mago vio cómo caía hacia atrás uno de sus soldados, alcanzado en un brazo por un proyectil. Le arrebató de las manos la metralleta, una AK-47, dio un paso en dirección al túnel y descargó el kaláshnikov contra sus adversarios. Y después se quedó petrificado. ¿Qué demonios estaba haciendo? Lo que él tenía que hacer era ponerse a salvo. ¡Que se encargasen sus hombres de acabar con los intrusos!
Se dio media vuelta en dirección al ascensor, y vio que su puerta se deslizaba hacia un lado, abriéndose. El hombre sonrió, a la espera de ver el afilado rostro de Grigory Nictapolus... Pero en su lugar se topó con tres chiquillos que iban vestidos de una forma muy rara. Uno cabalgaba a lomos de una pantera, otra montaba sobre un unicornio y la tercera iba a horcajadas encima de una guitarra eléctrica. Los tres se abalanzaron adentro de la sala y atacaron a los soldados.
Mago se echó al suelo y empezó a correr a cuatro patas mientras los mocosos corrían y volaban de un lado a otro de la sala con la furia de todo un ejército. Había llegado la hora de poner pies en polvorosa.