domingo, 22 de enero de 2012

Capítulo 18

18 
CUERVO NEGRO

En la academia Kadic, Dido miró el reloj. Eran las doce y veintiséis minutos.
La jefa de los hombres de negro abrió el enlace de radio punto a punto con el piloto del cazabom-bardero.
—Señora —le dijo una fría voz masculina—, estaré sobre el objetivo en tres minutos y cincuenta segundos.
Dido pensó que aquélla era la decisión más difícil de toda su carrera. Estaba a punto de dar la orden de ataque. Sentía escalofríos, pero debía detener a los terroristas costase lo que costase. Notó que en aquel momento las palabras se negaban a formarse en sus cuerdas vocales.
—Prepárese para destruir la fábrica —logró murmurar después.




Grigory Nictapolus había recobrado el sentido, pero se encontraba acurrucado en una esquina, atado y amordazado. Su ropa apestaba a humo, y el hombre estaba pálido y tenía la cara típica de quien ha pasado un día de perros.
Jeremy le dedicó una amplia sonrisa a Comadreja. El muchacho se había dado cuenta de que en el pozo de mantenimiento había alguien que estaba tratando de resolver el acertijo que permitía entrar, de modo que enseguida había abierto la compuerta, liberando al agente, y ahora el hombre apuntaba su arma contra Grigory Nictapolus. En su rostro podía verse un gesto de satisfacción.
Jeremy también se sentía aliviado. Había seguido los movimientos de sus amigos mediante los ordenadores portátiles que todavía estaban conectados al superordenador.
En realidad, todo aquello era mérito de X.A.N.A., que podía percibir su presencia en la realidad y le había ido dando informes detallados en cada momento crucial.
Le había contado cómo Aelita y Eva habían sacado a la profesora Hertz y al resto de los adultos del atolladero en el que se encontraban. Le había descrito cómo Ulrich y Richard habían dejado fuera de combate a la mayor parte de los soldados. Y, para fi-
nalizar, le había relatado el enfrentamiento de Yumi y Odd con Mago.
El muchacho se volvió hacia Memory.
—¿Por qué no subimos al bajo de la fábrica? —le dijo—. Allí están todos los demás, incluida... Aelita.
La mujer esbozó una tímida sonrisa.
—Bueno, es que... no sé si estoy preparada. O sea, me muero de ganas de verla... Pero ella ni siquiera se acordará de mí. ¡Podría pensar que la abandoné! A lo mejor hasta me odia.
Jeremy suspiró. ¿Por qué los adultos tenían que ser siempre tan complicados?
—Aelita no te conoce, es verdad. Pero ha hecho de todo para buscarte, y ahora se sentirá terriblemente sola. Tienes que ir corriendo a verla, a abrazarla, y aprender a conocerla...
El muchacho se vio interrumpido por el ordenador que tenía a sus pies, que había empezado a emitir un insistente repiqueteo. Jeremy vio en la pantalla el rostro de X.A.N.A. Todavía se encontraba en la torre de Lyoko, y mostraba una expresión ceñuda.
—¿Pasa algo? —le preguntó Jeremy.
X.A.N.A. asintió con la cabeza.
—Cuando electrificaste el suelo para aturdir a Grigory se perdió la conexión a Internet en toda la fábrica, y hemos estado aislados.
Jeremy asintió. Ya lo sabía... pero le parecía un problema secundario. Lo importante era que habían derrotado al agente de Green Phoenix.
—La conexión ha vuelto durante un breve instante —prosiguió el muchacho del pelo rubio—. Justo el tiempo suficiente para interceptar una comunicación de Dido. ¿Sabes?, creo que tenías toda la razón.
—¿Sobre qué? —preguntó Jeremy con un tono de preocupación.
—Sobre el plan B del gobierno en caso de que no consiguiesen derrotar a los terroristas. Creo que hay un avión que se dispone a hacer saltar por los aires la fábrica.
—¡¿Quééé?! —gritó Jeremy—. ¿Y cuándo va a atacar?
—Si mis cálculos son correctos, dentro de dos minutos, más o menos. Por desgracia, hemos vuelto a perder la conexión, y necesitaría varias horas para restablecerla. Tienes que encontrar de inmediato otra forma de ponernos en contacto con Dido.



Aelita estaba sentada en el centro de la planta baja de la fábrica, sobre los restos de lo que antes había sido la jaima esmeralda de Hannibal Mago.
Por todas partes reinaba la actividad. Los hombres de negro contaban a los heridos, les daban los primeros auxilios, terminaban de esposar a los soldados de Mago y organizaban a quienes se hallaban en condiciones de hacer algo útil.
Ella, por su parte, estaba con las personas a las que quería: Yumi, Ulrich, Eva y Odd, que había vuelto a salir de una de las columnas-escáner, ya sin poderes.
Ninguno de ellos decía ni una palabra. Sentían que todavía no había llegado la hora de contarse todas sus aventuras. Ahora era el momento de contemplar el campo de batalla, respirar hondo y disfrutar del dulce perfume de la libertad y de la hazaña que habían llevado a cabo. Era todo perfecto. O, mejor dicho, habría sido perfecto si también se hubiese encontrado allí la última persona que faltaba para estar todos: Jeremy.
Aelita tenía ganas de volver a verlo, de abrazarlo, de darle las gracias por todo lo que había conseguido hacer. Claro, siempre al estilo de Jeremy, un poco serio, discreto, casi a escondidas. Pero sin él los muchachos no habrían logrado materializarse en la realidad, y entonces... a saber qué habría pasado.
Cuando las puertas del ascensor-montacargas se abrieron, Aelita se giró en aquella dirección con una amplia sonrisa.
Se quedó de piedra. Jeremy no estaba solo. Con él iba otro de los hombres de negro, Comadreja. Y una mujer pelirroja que...
«Jeremy me dijo que estaba aquí —pensó la muchacha con desazón—. Pero hasta ahora no me lo había querido creer de verdad...».
Aelita estaba a punto de dar un paso en aquella dirección cuando Jeremy empezó a gritar.
—¡Una radio! ¡Que alguien me dé una radio! ¡RÁPIDO!



—Cuarenta y tres segundos para alcanzar el objetivo, señora —retumbó la voz del piloto en los oídos de Dido con una crepitación electrostática—. Solicito autorización para abrir fuego.
En la pantalla que Dido tenía delante había un recuadro negro que mostraba los dígitos de la cuenta atrás. Cuarenta y uno. Cuarenta. Treinta y nueve.
—Tengo que soltar la bomba —continuó el piloto—, o si no, dejaré atrás la fábrica, y me tocará dar una vuelta bien larga antes de volver a tenerla a tiro.
Dido sentía la presión de aquel momento, y sabía que aquella misma preocupación se ocultaba tras la voz impasible del piloto. Pero era ella a quien le tocaba cargar con el peso de aquella decisión.
—De acuerdo —murmuró—. Prepárese. Lanzamiento a la hora X autorizado.
—Roger.
En aquel mismo momento, el rostro de Maggie se superpuso en su pantalla al del piloto. La secretaria parecía muy agitada, casi trastornada.
—¡Señora, detenga a Cuervo Negro! ¡Lo han conseguido! ¡Los chicos lo han conseguido!
Por un instante, Dido no dio crédito a sus oídos. Faltaban veintiún segundos para el lanzamiento.
Cuando quedaban sólo dieciocho segundos, restableció la comunicación con el piloto, y cuando le habló ni siquiera oyó su propia voz, de tan estruendosamente como le latía el corazón.



Jeremy apoyó en el suelo la radio que le había dejado el comandante de los hombres rana.
—Lo he conseguido —susurró.
Ulrich le dio un puñetazo cariñoso en el hombro. A todos les había sorprendido la tempestuosa entrada en escena del muchacho, y no habían entendido ni jota de lo que estaba pasando.
—¿Qué te parece si nos lo explicas, cerebrín?
Jeremy le dirigió una tímida sonrisa a su padre y se enderezó las gafas sobre la nariz.
—Bueno... he conseguido decirle a Dido que abortase el ataque. Había un avión a punto de bombardear la fábrica.
—¿Qué...? —prorrumpió Odd, poniéndose en pie de un salto—. ¿Un...?
—Avión —completó Lobo Solitario—. La operación Cuervo Negro. Debí imaginarme que Dido se vería obligada a ponerla en marcha.
Jeremy levantó un dedo hacia el techo.
—¿Lo oís? Es el ruido del cazabombardero que estaba a punto de desintegrarnos a todos.
Odd se puso a aplaudir.
—¡Viva! —gritó—. ¡Por Jeremy: hip, hip...!
—¡Hurra!



Aelita siguió aquella escena con el rabillo del ojo. Sentía que era algo importante, y, sin embargo, no lograba concentrarse en ello.
La mujer que había salido del ascensor junto con Jeremy no le había quitado la vista de encima. Aelita también se había quedado mirándola en silencio. Aquella cascada de cabello pelirrojo que le llegaba hasta los hombros y parecía resplandecer con luz propia era del mismo color que tenía su propio pelo cuando se encontraba en la
realidad y ella no mostraba aquel aspecto de elfa de Lyoko.
La mujer tenía sus mismos ojos. Y los mismos labios finos que Aelita veía cuando se contemplaba en el espejo por la mañana. La nariz, sin embargo, era distinta, y también la forma de la cara. El rostro de la desconocida era más dulce, más amable.
Aelita tenía ganas de acercarse a aquella mujer, de preguntarle si era cierto, si de verdad era ella. Y, a pesar de ello, no conseguía moverse, ni tampoco sonreírle. Era como si un huracán invisible estuviese rugiendo alrededor de la muchacha y la mantuviese clavada en su sitio.
Un pequeño nudo palpitante que Aelita sentía dentro de su pecho sabía perfectamente por qué no lograba decidirse a hablar. Aquel pequeño nudo de dolor le estaba diciendo: «No te hagas ilusiones. No te hagas ilusiones».
Ya le había pasado antes. Se había despertado dentro del superordenador después de una década de sueño, y se había encontrado sola. Tan sola que ni siquiera recordaba haber tenido padres.
Después había descubierto que su padre seguía vivo, atrapado dentro de Lyoko en forma de esfera de energía. Pero Aelita sólo había podido pasar unos pocos minutos con él antes de que se sacrificase para neutralizar a X.A.N.A., cuando la criatura todavía carecía de sentimientos humanos.
Más tarde había localizado el vídeo de La Ermita, en el que su padre le revelaba que su madre seguía viva y que Aelita debía encontrarla. Le había entregado el colgante. Y de nuevo...
Durante demasiado tiempo había sido así: luchar, creer, esperar y luego ver cómo todas sus ilusiones se venían abajo como un castillo de naipes destruido por un soplo de viento.
Ya no podía más. Aelita se había hartado de sufrir. Ya no estaba dispuesta a dar el primer paso. Tenía miedo. Aunque Jeremy le había dicho que era ella...
Sentía que la cabeza le daba vueltas. En torno a ella, el mundo ya no existía, no había ninguna fábrica, ningunos hombres de negro, ningunos terroristas. Tan sólo ella y la mujer del pelo rojo.
Muy despacio, vio cómo se llevaba una mano al cuello, sacaba de debajo de la bata un colgante de oro y lo mantenía cogido con dos dedos.
En aquel mismo instante, el collar de Aelita empezó a vibrar. Todavía sin entenderlo muy bien, todavía sin querer creérselo del todo, la muchacha levantó el colgante a la altura de sus ojos. La A y el nudo de marinero estaban brillando con intensidad.
La mujer pelirroja asintió lentamente con la cabeza.
Aelita se dio cuenta de que no conseguía ver con nitidez. Los ojos se le habían llenado de lágrimas.
La mujer dio un paso hacia delante. El pequeño nudo del pecho de Aelita se deshizo como un cubito de hielo bajo el sol, y la muchacha abrió los brazos de par en par y echó a correr. Sollozando, se lanzó a los brazos de la mujer.
Olía muy bien. Olía a hogar. Era su madre.

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