jueves, 19 de enero de 2012

Capítulo 8

HUIDA HACIA EL MIRROR

Por un instante, Yumi sintió que las lágrimas luchaban por salir. Sus padres. El padre de Ulrich. Aquellos tres graciosos agentes secretos. Todos habían sido capturados. ¿Qué les iban a hacer? ¿Pretendían asesinarlos?
La profesora Hertz estaba apoyada contra la puerta metálica, mirando con preocupación al otro lado de la pequeña ventana. Odd y Richard acudieron corriendo a su lado con más ganchos y la ayudaron a sellar del todo la entrada de la cámara frigorífica.
—Así ya no podrán entrar —declaró Odd, satisfecho.
—Mucho me temo que esto sólo nos hará ganar unos pocos minutos —comentó Hertz mientras sacudía la cabeza.
La profesora les contó apresuradamente lo que había pasado. Ella y los demás habían subido desde el semisótano hasta el garaje, donde se habían topado con los primeros soldados de guardia. Entonces había empezado un violento enfrentamiento a tiro limpio. Los hombres de negro se habían desplazado al salón del chalé, y los padres de Yumi y Walter Stern habían tratado de llegar hasta el jardín, mientras que ella se había quedado en la retaguardia para defender la única vía de escape hacia los subterráneos.
Y eso era lo que la había salvado. Desde su posición había visto cómo el resto deponía las armas y los soldados de Green Phoenix los ataban y amordazaban. A ella no le había quedado más opción que volver atrás y unirse a los muchachos.
Yumi aún se encontraba en estado de shock. No conseguía moverse. Frente a ella, la enorme puerta de la cámara temblaba ante los golpes de los terroristas que había al otro lado.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Richard.
—Nada. Ya no nos queda otra que rendirnos. ¿Cómo lo lleváis con el escáner?
Aquellas palabras volvieron a despertar el autocontrol de Yumi. No era el momento de preocuparse: debían actuar, ¡y de inmediato!
—Tenemos otra salida —murmuró la muchacha—. Las cosas han cambiado ahora. X.A.N.A. está ayudándonos. Odd y yo podemos materializarnos dentro del Mirror, donde están Aelita y él. Después, vosotros podríais destruir el escáner. De esa manera, los hombres de Mago no serán capaces de traernos de vuelta a la realidad.
—¡Pero qué dices! —gritó Odd—. ¿Quieres dejar aquí tirados a Richard, el padre de Jeremy y la profe?
Hertz lo detuvo con un gesto de la mano.
—Es una buena ¡dea, aunque tenemos que actuar deprisa.
El pequeño grupo volvió a la habitación secreta, donde Michel seguía manteniendo abierta la conexión con Aelita. Yumi le explicó en pocas palabras la situación.
—¡Vale! —aprobó su amiga desde dentro del Mirror—. Aquí conmigo estaréis a salvo. Incluso hemos encontrado la forma de reunimos con Eva y Ulrich en Lyoko.
X.A.N.A., que estaba a su lado, asintió.
—Yo os protegeré de los hombres de Green Phoenix.
—Siento que se tengan que quedar aquí —dijo Yumi mientras se volvía hacia Hertz—. Le prometo que daremos con la manera de sacarlos de este lío.
—Al parecer —le contestó la profesora, encogiéndose de hombros—, todo vuelve a estar en vuestras manos, chicos.


El helicóptero estaba sobrevolando la ciudad. Dido le echó un vistazo a su reloj: la una menos ocho de la madrugada.
El viaje desde Washington había durado más de lo previsto, porque la jefa de los hombres de negro había tenido que hacer una parada en Bruselas para dejar a Maggie en la sede central europea. Había que coordinar la operación y dar algunas directrices importantes. Y también había aprovechado para cambiar de medio de transporte.
El helicóptero era un pequeño y veloz Eurocopter EC-135, negro como la noche que lo rodeaba. A bordo, además de Dido y el piloto, iban cinco agentes. Todos iban vestidos igual, con un traje negro, y llevaban gafas de sol a pesar de que la cabina estaba tan oscura como la boca del lobo. Llevaban el pelo al cero y sus caras parecían impasibles, como si estuviesen esculpidas en granito. Eran la flor y nata de sus agentes. Le resultarían útiles.
Dido concentró su atención en la ciudad que pasaba por debajo de ellos. Las calles resplandecían
con un tapiz de luces cortado en dos por la franja oscura del río. Ahí estaba la fábrica, brillando solitaria en medio de su islote, y algo más adelante, el internado Kadic.
Un móvil comenzó a sonar. Dido rebuscó en su pequeño bolso, sacó el aparato y observó la pantalla. Era Maggie.
—Cuéntame —dijo.
—Señora, tengo una llamada en espera para usted. De parte de Hannibal Mago.
Dido soltó un suspiro. Todavía no había llegado, y ya estaban empezando los problemas.
—Pásamela —murmuró.
Un instante después oyó un c//cy una áspera voz masculina.
—Bienvenida a la Ciudad de la Torre de Hierro, querida.
A Dido no le asombraba que Mago hubiese descubierto ya su posición. Aquel hombre tenía dinero y poder, y para sobrevolar la ciudad en helicóptero había tenido que pedir un montón de autorizaciones. Por eso se limitó a preguntarle con tajante sequedad qué era lo que quería.
—Tengo un par de noticias urgentes. Algunos de tus hombres, junto con un puñado de... je, je... padres de los alumnos del Kadic han atacado esta noche mi emplazamiento de La Ermita. Mis hombres los han capturado en pocos minutos. Ya te había hecho una advertencia, y ahora te aconsejo que no trates de liberarlos ni de atacar el chalé. He puesto de nuevo en marcha el proyecto Cartago.
Dido se quedó paralizada. Cartago, el arma más terrible jamás desarrollada por el hombre, se encontraba ahora en manos de un terrorista chiflado y sin escrúpulos.
—Tengo un pequeño proyecto en mente—prosiguió Mago—. La conquista del mundo. Pasado mañana, justo a mediodía, usaré el superordenador para paralizar el tráfico aéreo de toda Francia. Después bloquearé las comunicaciones: radio, teléfono, Internet, absolutamente todo. Y seguiré así hasta que el gobierno satisfaga mis exigencias.
Dido comprendió que aquel tirano en potencia quería que le preguntase cuáles eran sus exigencias, pero ella no quería darle semejante satisfacción. Se limitó a esperar hasta que el terrorista volvió a hablar.
—Quiero que el Parlamento me nombre presidente plenipotenciario, o si no, Francia se verá sumida en el caos. Piénsalo bien, Dido: puedo paralizar los hospitales, la policía y hasta el ejército; puedo reducir el país entero a cenizas.
La mujer sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Trató de responder, pero antes de que pudiese hacerlo el teléfono empezó a emitir el grave tuut-tut-tuut que indicaba el fin de la llamada.



Michel Belpois alzó la cabeza del ordenador.
—Odd ya está —anunció.
Yumi se acercó a la columna-escáner y rozó con las yemas de los dedos los textos luminosos que desaconsejaban el acceso a los adultos. Aquélla era la vía de escape, pero sólo Odd y ella podían aprovecharla.
El panel que cerraba la columna se abrió con un siseo, revelando un estrecho espacio cilindrico completamente vacío. Su amigo ya estaba en el Mirror.
La muchacha se giró en dirección a la cámara frigorífica. Desde donde ella se encontraba no podía ver a Hertz ni a Richard, pero oía los ruidos con nitidez: gritos ahogados, golpes sordos contra la gran puerta de metal. ¿Cuánto tiempo más podrían resistir? ¿Y qué iba a pasarles después?
El padre de Jeremy le dirigió una tímida sonrisa.
—No te preocupes por nosotros —le susurró—. En cuanto te hayas virtualizado en el Mirror destruiré la placa lógica del escáner y alguna otra pieza fundamental. A fin de cuentas, este cacharro lo construí yo. Después de eso nos rendiremos, dejaremos entrar a los terroristas y nos entregaremos a ellos con las manos en alto. Ya verás como no nos hacen daño.
—Eso espero... —le respondió Yumi.
El señor Belpois le estrechó una mano.
—Ya has oído a Aelita: mi hijo, Jeremy, está bien, así como tus amigos Ulrich y Eva. Eso es lo que importa.
Oyeron un estruendo procedente de la cámara frigorífica, el ruido de un muro que se agrietaba y estaba cerca de derrumbarse.
—¡La puerta está a punto de ceder! —oyó Yumi la voz de Richard.
La muchacha miró fijamente a Michel Belpois y alzó una mano en un gesto de despedida. A continuación entró en la columna, que volvió a cerrarse tras ella.
—¡Lista para la virtualización! —exclamó el hombre, y su voz retumbó al salir de los altavoces del escáner—. Tres. Dos. Uno.
Yumi cerró los ojos y sintió que una energía invisible la elevaba en el aire, hasta que sus pies se separaron del suelo. Un fuerte viento le despeinó la melena corvina, y la muchacha advirtió una especie de cosquillas por todo el cuerpo.
Duró nada más que un instante. Después, Yumi volvió a poner los pies en el suelo.
Todo había cambiado a su alrededor. Se encontraba en un callejón apretujado entre unas casas. Sobre su cabeza, el cielo aún oscuro indicaba que era de mañana temprano.
Odd la estaba mirando con una sonrisa en los labios. El muchacho ya no llevaba el traje de neopreno. En su lugar tenía un mono muy ajustado de color violeta con una larga cola, y sus manos estaban enfundadas en un par de guantes dotados de afiladas garras. Sobre su rostro habían aparecido las habituales franjas moradas de su avatar de chico-gato.
Yumi también podía notar que se había transformado. Vestía un quimono muy ceñido en la cintura y unas sandalias japonesas. Llevaba el pelo recogido en un complicado peinado sujeto por palillos, y sentía el tranquilizador peso de los abanicos de guerra que llevaba enfundados a la espalda.
—Tengo una ligera sensación de déjá vu —comentó.
Sólo habían pasado unos pocos días desde que Odd y ella se habían virtualizado por primera vez dentro del Mirror, precisamente en aquel mismo punto. Yumi sabía que al salir del callejón se cruzarían con un señor con ojos de sueño que estaría ojeando un periódico, una copia del Indagateur con fecha del 1 de junio de 1994.
—¿Qué hacemos? —le preguntó su amigo, tan alegre como de costumbre.
Yumi se encogió de hombros, algo molesta. Acababan de abandonar a sus padres, a su profe de ciencias, a Richard y a Michel Belpois, por no mencionar a aquellos tres agentes secretos. ¿Cómo podía estar Odd tan tranquilo, como si nada?
—Démonos prisa —respondió la muchacha—. Tenemos que llegar hasta el bar en el que nos encontraremos con la Hertz hablando con Dido. Ahí se materializará el mando del Mirror, y entonces...
—Eso no va a ser necesario —la interrumpió Aelita.
La muchacha corrió a abrazar a sus amigos. X.A.N.A., por su parte, les tendió un par de mandos de plástico azul.
—Hemos pensado que lo mejor era acelerar las cosas —les explicó—. Aquí tenéis.



Los soldados irrumpieron en la cámara frigorífica demoliendo la pared a golpes de pico.
—¡Me rindo! —chilló Richard—. ¡Nos rendimos! ¡No nos hagan daño!
La profesora Hertz había dejado su arma en el suelo, y observaba a los soldados con un aire de lo más tranquilo. A su lado, Michel Belpois se veía un poco
preocupado, y tenía las manos manchadas de grasa. Desmontar y destruir las piezas clave del escáner había resultado más complicado de lo que había previsto.
El primero en entrar dentro de la cámara fue Grigory Nictapolus. Su delgado rostro estaba marcado por el cansancio y la rabia. Apartó a Richard de un empujón que lo mandó contra una pared, y luego se acercó a Hertz con aire desafiante.
—¿Dónde están esos mocosos? —le preguntó—. Sé muy bien que ellos también andan por aquí.
Hertz no se inmutó, y Richard admiró la sangre fría de la mujer.
—Han huido —le contestó—. A un lugar al que no podréis ir a capturarlos.
Grigory se inclinó para echar un vistazo dentro de la habitación secreta, y esbozó una media sonrisa
sarcástica.
—Realmente genial. Los habéis enviado adentro de Lyoko, ¿eh? Perfecto. Entonces podremos ir a por ellos cuando nos dé la gana.
Mientras el hombre pronunciaba aquellas palabras, Richard podía ver claramente sus gélidos ojos. Parecían los de un tiburón, un despiadado depredador.

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