miércoles, 18 de enero de 2012

Capítulo 3

                                                       3 
                                   EL COLGANTE DE ORO


A eso del mediodía se reunieron todos en el despacho del director. Yumi, Odd y Richard estaban sentados a cierta distancia del grupo de los adultos, compuesto por el director Delmas, la profesora Hertz y los padres de la pandilla: Walter Stern, Michel Belpois, los señores Della Robbia y los señores Ishiyama.
Los adultos se habían despertado tarde. Tenían las caras profundamente marcadas por el cansancio y la preocupación, y hasta ese momento no habían hecho otra cosa que discutir. Los Ishiyama querían llamar a la policía. El director estaba pensando en evacuar a los estudiantes. Había que avisar a alguien. Había que...
—¡Ya basta! —gritó al final Odd.
Todos se volvieron para mirarlo. Sus padres le lanzaron una mirada de lo más seria, como para decirle que se quedase callado y dejase hablar a los mayores. Pero Odd no era en absoluto del tipo que se deja atemorizar.
—No os está dando ni el aire —exclamó—. ¿Qué creéis que va a poder hacer la policía contra unos robots salidos de un ordenador? Pues ya os cuento yo lo que van a poder hacer: ¡nada de nada! Nos tomarían por locos. Y además, no estamos hablando de unos criminaluchos de tres al cuarto, sino de Green Phoenix, una organización terrorista que tiene soldados armados hasta los dientes, ¡y que ahora, encima, se ha apoderado del superordenador más importante de la historia! ¡Y puede usarlo para hacer cosas... impensables! ¿De verdad os creéis que la policía sería capaz de ayudarnos?
El director Delmas trató de meter baza, pero Hertz lo detuvo con un gesto de la mano.
—El chico tiene razón. Deja que hable.
Animado por aquel pequeño éxito, Odd cobró ánimos.
—Nosotros somos los únicos que conocen bien la amenaza y pueden afrontarla. Ayer por la noche lo demostramos. Si permanecemos unidos, podemos defender el Kadic, e incluso vencer a los de Green Phoenix y rescatar a nuestros amigos.
Michel Belpois levantó una mano con timidez.
—Pero nos hace falta ayuda...
Entonces fue Yumi quien tomó la palabra.
—En eso estoy de acuerdo contigo. Tenemos que volver a llamar a Dido, la jefa de los hombres de negro. Ellos conocen a Green Phoenix, y pueden ayudarnos a derrotarla. Pero también estoy convencida de que no podemos enfrentarnos a los monstruos de Lyoko en nuestra realidad. Debemos combatir contra X.A.N.A. y los terroristas aprovechando los poderes del superordenador. Pero antes de nada necesitaremos un escáner para sacar de allí a Aelita, Eva y Ulrich.
Se hizo el silencio en la habitación. Odd vio cómo los adultos se miraban de reojo, un poco perplejos. Pero en el fondo sabían que los muchachos tenían razón.
—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó al final el director Delmas.
Odd y Yumi sonrieron.
—Tenemos que reforzar los turnos de guardia, preparar más bombas corrosivas y comprobar nuestras reservas para ver durante cuánto tiempo podremos resistir el asedio —enumeró el muchacho—. Y naturalmente, llamar a Dido y pedirle que se venga ya mismo para acá a echarnos una mano.
—Y tenemos que organizar una avanzadilla para entrar en La Ermita y apoderarnos del chalé —dijo después Yumi a modo de conclusión—. Habrá soldados de vigilancia, así que nos tocará llevar los ojos bien abiertos... y encontrar la forma de tomarlos por sorpresa.


Aelita no sabía dónde podía localizar a X.A.N.A. La criatura, o mejor dicho la parte de ella que todavía se encontraba encerrada en el Mirror, la había dejado sola. Tal vez ya hubiese descubierto la manera de escapar de aquella prisión virtual. Aelita la había buscado una y otra vez, recorriendo el diario a lo largo y a lo ancho, pero era una misión sin esperanzas: había muchos días y muchos sitios distintos, toda una ciudad, y el número de posibles escondrijos era infinito. El día anterior, X.A.N.A. le había rogado a Aelita que lo ayudase, porque quería convertirse en un ser humano. Ella le había respondido que no sabía cómo hacerlo, y él se había enfadado. Y ahora la muchacha tendría que convencerlo para que volviese.
En aquel momento se le ocurrió una idea: X.A.N.A. no era humano. Podía tomar la forma de un chico, pero en realidad lograba interactuar con el propio programa que recreaba el mundo virtual. Puede que allí tuviese poderes, cosas que la muchacha ni siquiera era capaz de imaginarse. A lo mejor podía oírla.
La muchacha corrió fuera de la escuela, hacia el parque del colegio, y se puso las manos delante de la boca como si fuesen un megáfono.
—¡X.A.N.A.! —gritó con todo el aire que tenía en los pulmones—. ¡X.A.N.A., VEN AQUÍ, POR FAVOR! ¡TENGO QUE HABLAR CONTIGO! ¡NECESITO QUE ME AYUDES!
El 2 de junio de 1994 era un día espléndido. Una ligera brisa soplaba entre las hojas, trayendo consigo el dulce perfume de la primavera. Aelita podía sentir la hierba cediendo bajo las suelas de sus zapatos y el aire estival desordenándole el pelo.
Después el viento se intensificó de repente, convirtiéndose ante sus ojos en un remolino de polvo y humo, y a continuación se condensó en una nube oscura y fue tomando forma. Donde antes sólo había aire, ahora había un muchacho. Tenía el pelo negro, era delgado y musculoso, y sus labios dibujaban una mueca de enfado.
—¿De modo que ahora pides mi ayuda? —le espetó—. ¿Después de haberme negado la tuya cuando me hacía falta?
A Aelita le dio un vuelco el corazón. En cierto sentido, X.A.N.A. y ella habían crecido juntos. Habían jugado en la Primera Ciudad y habían sido amigos. Ella no recordaba nada de aquel período, que se había desvanecido de su mente como una bocanada de vapor, pero en su fuero interno sabía que entre ellos dos existía una conexión especial.
—No podía prometerte que fueses a volverte humano —murmuró—. Porque, bueno... no sé si es posible. Una promesa semejante habría sido una mentira tan grande como una casa, y a los amigos no se les dicen mentiras.
—Lo que hay que oír...
—¡Pero si es verdad! Y además, ¿qué quiere decir convertirse en humano? ¿Tener un cuerpo? Tú ya tienes uno aquí: puedes adoptar el aspecto de un chico cuando te da la gana. Aunque eso no basta: también están las emociones y la forma de comportarse. ¡Eso es lo que de verdad nos hace humanos!
El muchacho se sentó sobre la hierba del parque y apoyó la cabeza sobre un puño cerrado. Aelita se sentó a su lado.


En Washington D. C. hacía poco que habían pasado las seis de la mañana, y Dido estaba durmiendo. Su despacho tenía un baño privado y un vestidor en el que ella, varios años antes, había hecho instalar una cama. Durante los períodos de emergencia prefería no alejarse jamás de la central de operaciones. Y
lo que estaba sucediendo en Francia era sin lugar a dudas una emergencia en toda regla.
El teléfono de la habitación de al lado empezó a soltar unos agudos timbrazos. Era el sonido de su línea segura.
Dido se puso en pie de un salto. Ya estaba vestida por completo. Se concedió un breve instante para pasarse los dedos por la corta melenita de pelo rubio y luego, ya despierta del todo, corrió a responder.
En una de las paredes del despacho, justo encima de la puerta, había colgada una hilera de relojes exactamente iguales, y bajo cada uno de ellos figuraba el nombre de una capital mundial diferente.
La mujer alzó el auricular mientras echaba un vistazo en aquella dirección con el rabillo del ojo. En Francia no hacía mucho que había pasado el mediodía.
—Dido —contestó.
—Lobo Solitario informando, señora —dijo desde el otro lado del aparato una voz cansada pero resuelta.
Dido permaneció en silencio, mientras escuchaba el breve informe de su agente: sus hombres y él habían seguido al ejército de Hannibal Mago hasta la fábrica del islote, en la que se hallaba el superordenador; Grigory Nictapolus los había descubierto, capturado, atado, amordazado y transportado a las afueras de la ciudad; habían necesitado cuatro días para liberarse, encontrar un coche y volver a la base. Cuatro días desperdiciados.
—Explícale a la señoga —interrumpió una voz de fondo la narración de Lobo Solitario—que lo hicimos lo mejog que pudimos. ¡Ese Guigogui es un vegdadego diablo!
Dido empezó a tamborilear con los dedos sobre su escritorio, irritada.
—Lobo Solitario, ate en corto a sus hombres. ¿Ha conseguido ya volver a ponerse en contacto con Walter Stern?
El agente tosió, abochornado, antes de continuar.
—¡Sí, señora! Pero, verá, me ha contado una historia algo confusa... Y quiere que lo ayudemos a...
Mientras escuchaba a su subordinado, los ojos de Dido se fueron estrechando hasta formar dos diminutas ranuras.
—Escúcheme bien —exclamó al final—. Esta operación tiene prioridad absoluta. Quiero que la mayor Steinback, o sea, la profesora Hertz, tome el mando. Hagan todo lo que ella les pida. No hay tiempo que perder. Y una cosa más, agente: ¡vaya a ver al dentista!
Dido colgó el teléfono antes de que al agente le diese tiempo a protestar. Sabía que Lobo Solitario no estaría contento con la idea de someterse al protocolo odontológico de emergencia, pero no podía permitirse que el equipo se volviese a quedar tanto tiempo fuera de juego durante una situación tan delicada.
La mujer apartó de su mente esos pensamientos y se concentró en marcar otro número en el teclado del teléfono. El número de Maggie.
Aunque fuese muy temprano, su secretaria respondió al primer timbrazo con ese tono frío y eficiente que tanto apreciaba Dido.
—¿Me necesita, señora?
—Sí, gracias —le contestó Dido con una sonrisa—. Haz las maletas y ordena que preparen mi avión privado. Nos vemos en el aeropuerto dentro de una hora.
—¿Puedo preguntarle cuál es nuestro destino? —le preguntó Maggie sin inmutarse.
—Vamos a la Ciudad de la Torre de Hierro, en Francia.
Oyó cómo Maggie tomaba apuntes en algún lado.
—Muy bien, señora —dijo después—. ¿Desea que le sirvan el desayuno a bordo?


Yumi, Odd y Jim Morales paseaban a lo largo del vial de entrada de la academia Kadic, en dirección a la gran verja de hierro de la escuela.

Jim, el profesor de educación física, era mucho más joven que el resto de los profesores, y casi todos los alumnos lo tuteaban y lo trataban más como a un compañero mayor que como a un docente. De complexión achaparrada y robusta, siempre llevaba el pelo corto y sujeto por encima de la frente con una cinta de tenista. Normalmente solía llevar también una tirita en un pómulo, lo que según él le daba aspecto de tipo duro. Pero aquel día las tiritas eran por lo menos tres, sin contar con la venda que le cubría la oreja derecha. Era el único «herido grave» de toda la escuela tras la batalla de la noche anterior.
Todos los miembros del pequeño grupo iban armados: Odd tenía un arco deportivo y unas cuantas flechas; Jim, un bate de béisbol; y Yumi, un nunchaku. Aquella arma japonesa, compuesta de dos palos cortos unidos por un extremo mediante una cadena, pertenecía a Ulrich, y Yumi iba pensando en él mientras la balanceaba distraídamente.
Unos días antes habían ¡do juntos a Bruselas, y Ulrich había cogido el toro por los cuernos para soltarle el famoso discurso de «no somos sólo amigos». Yumi se había sentido feliz al escucharlo, pero no le había dado una respuesta. Estaban en medio de una emergencia, con los hombres de negro pisándoles los talones tras descubrirlos allanando uno de sus laboratorios secretos, y tenían que volver pitando al Kadic. En aquel confuso momento había pensado que ya habría tiempo más adelante. Pero ahora Ulrich estaba atrapado dentro de Lyoko, y ella no conseguía quedarse tranquila.
—Uff—bufó Jim, que iba por delante de ella—. Yo donde tendría que estar es bien tumbadito en la camilla de la enfermería, y no aquí haciendo la ronda de guardia.
Odd soltó una larga risita burlona. —Lo siento mucho, Jimbo —le dijo al terminar. El muchacho lo llamaba con aquel mote siempre que quería tomarle el pelo—. Ya tendrás tiempo para descansar más adelante. Ahora es el momento de combatir. Y a ti te toca dar buen ejemplo.
Se encontraban a un centenar de metros de la imponente verja del Kadic, que se sostenía mediante dos altas columnas de ladrillo en las que estaba esculpido el escudo de la escuela.
—¿Qué es eso de ahí? —preguntó Yumi a la vez que señalaba unos carteles triangulares amarillos y negros con un rayo dibujado dentro.
Estaban colocados sobre unos cortos pedestales de metal, justo al otro lado de los barrotes de la verja. Más allá de los carteles se veían unos andamios que ocupaban la acera, tiras de cinta blanca y roja como la que se solía usar para señalar las obras públicas y decenas de obreros con los cascos bien calados en la cabeza.
—¿Cómo se permiten montar una obra justo delante de la escuela? —bufó Jim Morales, indignado—. ¡Y encima, sin ni siquiera pedirle autorización al director!
El profesor recorrió a paso ligero la distancia que lo separaba de la verja y estiró los brazos para agarrar los barrotes.
—¡Quieto, Jim! —lo detuvo Yumi con un grito—, ¡no toques nada! ¡Ya he entendido qué quieren decir esos carteles: alta tensión!
El profesor se quedó clavado en donde estaba, y Odd se le acercó señalando la maraña de alambre de espino que habían tendido a lo largo de la alta tapia que rodeaba el Kadíc.
—Yumi tiene toda la razón, Jimbo. Mira. Me juego lo que quieras a que esos chungos de Green Phoenix han...
—Qué chico más despierto.
Yumi se volvió de sopetón. El que acababa de hablar era un obrero con un chaleco amarillo reflectante y un casco de obra que los observaba desde lo alto de la verja. Pero mirándolo con más detenimiento se notaba que su ropa no era más que un disfraz. El hombre llevaba una pistola metida en la cintura de los pantalones, y estaba claro que su cara no era la de un tranquilo albañil: tenía la mandíbula cuadrada, los ojos gélidos y la boca contraída en una media sonrisa de lo más desasosegante.
—¿Y bien? —exclamó Jim al tiempo que ponía todo el cuidado del mundo para no rozar siquiera la verja—. ¿Me quiere explicar qué es lo que están tramando aquí?
—Sus mocosos ya lo han pillado —respondió el obrero de pega—. Hemos electrificado todo el perímetro. Y gracias a estas obras falsas podremos andar dando vueltas por aquí, sin quitaros el ojo de encima, todo lo que queramos y sin levantar sospechas... Nadie puede entrar ni salir hasta que lo decidamos nosotros. Tenemos la escuela bajo control.
Yumi se quedó mirando cómo el hombre se daba media vuelta para volver con sus compinches. Por un instante la muchacha pensó en utilizar sus nunchakus. Ya, y luego, ¿qué? No podía atravesar la verja. No podía detener a esos soldados. Suspiró.
—Venga, volvámonos —les propuso a Jim y a Odd—. Aquí no hay nada más que podamos hacer... Y tenemos que avisar de inmediato a los demás. Nadie debe tratar de escalar la tapia ni tocar los barrotes de la verja.

Yumi pensó en su hermanito. Aquella noche Hiroki había dormido en casa de una vecina, y ahora sus padres tendrían que llamarlo y decirle que todavía no iban a poder verse.


X.A.N.A. estaba partido por la mitad.
Una parte de él, la dominante, ya no tenía un cuerpo físico: de vez en cuando aparecía entre los árboles o los témpanos de hielo de Lyoko bajo la forma de una ligera niebla, pero durante casi todo el tiempo era invisible y se limitaba a estudiar y procesar datos.
La segunda mitad de la inteligencia artificial, por el contrario, se encontraba encerrada en el Mirror, tenía el aspecto de un muchacho de trece años y en aquel momento estaba sentada sobre el césped del parque del Kadic, junto a Aelita.
X.A.N.A. era un programa de altísimo nivel, estaba acostumbrado a llevar a cabo docenas de tareas al mismo tiempo y podía dividirse en un millón de fragmentos distintos, de ser necesario. El hecho de encontrarse dividido en dos, a caballo entre Lyoko y el Mirror, no lo molestaba lo más mínimo. El problema era otro. La parte de él que tenía la forma de un muchacho también empezaba a razonar como un muchacho. Se dejaba llevar por las emociones, y eso no estaba nada bien. Ahora, por ejemplo, estaba perdiendo el tiempo con Aelita. ¿Por qué? Las simulaciones de cálculo mostraban que había poquísimas posibilidades de que aquella conversación resultase de utilidad para él.
Cuando Hopper lo derrotó, tuvo que ir reuniendo sus fragmentos dispersos por Internet, y para recuperar sus fuerzas tomó el control de la mente de aquella humana, Eva Skinner. Puede que hubiese permanecido demasiado tiempo dentro del cerebro de la chiquilla...
—¿Has conseguido abrir la conexión entre el Mirror y Lyoko? —le preguntó Aelita.
X.A.N.A. echó la cabeza atrás y empezó a reírse.
—No me hace falta —le explicó—. Tu amiguito Jeremy ha abierto el puente que separaba Lyoko de la Primera Ciudad, y de esa forma he podido recuperar todas mis fuerzas. Al principio tenía problemas para comunicarme con la parte de mí que se encuentra dentro de Lyoko, pero ahora ya está todo resuelto.
—Así que —dijo la muchacha— ni siquiera has intentado salir de aquí...
X.A.N.A. inclinó la cabeza y entrecerró los ojos. Ésa sí que era una pregunta interesante.
—Hopper incluyó un sistema de seguridad en el Mirror—le explicó, concentrado—. En el mundo virtual en que nos encontramos ahora, para interactuar con los objetos es necesario tener en la mano el mando de navegación. Ahora bien, para activar el superordenador y así entrar en Lyoko, el Lyoko de 1994, hay que llevar a cabo muchas operaciones al mismo tiempo: encender el superordenador en el tercer piso, utilizar la consola en el primero y, finalmente, entrar en las columnas-escáner del segundo piso subterráneo.
—Y tú solo —le dijo Aelita mientras asentía con la cabeza, pensativa— no podrías hacer todo eso.
X.A.N.A. se encogió de hombros.
—Yo no necesito el mando: puedo enviar las instrucciones directamente al ordenador que controla la sandbox. Pero Hopper tenía el sistema bien estudiado. Hace falta que todas esas cosas las hagan en el mismo momento varias personas distintas. El ordenador me identifica como una única entidad, así que tienes razón: no podría conseguirlo. Pero no me importa.    Ya    tengo    todo    lo    que    me    hace    falta.
Aelita permaneció en silencio, nerviosa, y empezó a apretar entre sus dedos el colgante de oro que llevaba al cuello.
—¿Por qué cada vez que estás preocupada —le dijo X.A.N.A. con una sonrisa— te pones a jugar con el transmisor?
La muchacha se detuvo y sacudió la cabeza.
—¿Qué transmisor?
X.A.N.A. se levantó. Pobres, diminutos humanos. Nunca lograban ver un palmo más allá de sus narices.
—¡Ese transmisor! —exclamó—. ¡Ese que llevas siempre al cuello!
Aelita cayó en la cuenta de que estaba hablando de su colgante.
—Pero si éste... —titubeó— es el collar que me dejó mi padre.
—Es un transmisor —insistió X.A.N.A.—. Puedo percibir los circuitos de su interior. Sirve para enviar una señal de llamada a otro transmisor idéntico.
Aelita se quitó el colgante y empezó a observarlo a la intensa luz del sol.
—¿En serio? —preguntó, incrédula—. ¿Esto tiene circuitos? ¿Y sabrías decirme también dónde se encuentra el otro?
El muchacho sacudió la cabeza.
—Dentro no lleva ningún detector GPS, así que no, no puedo localizarlo. Aunque si quieres podemos activarlo. La señal se verá bloqueada por el Mirror, pero yo puedo transmitírsela a la parte de mí que está dentro de Lyoko, y desde allí hasta la realidad.
—Y... ¿qué es lo que va a pasar?
X.A.N.A. estaba cansado de tanta chachara. Y además, resultaba más fácil mostrárselo. Se acercó a la muchacha y tomó el colgante entre sus dedos. Era una medalla plana y circular de menos de dos centímetros de diámetro. En apariencia, tenía todo el aspecto de ser una pieza maciza de oro, pero X.A.N.A. era capaz de ver sin esfuerzo cómo funcionaba de verdad. Apoyó un pulgar en la parte inferior del colgante y la hizo girar en el sentido de las agujas del reloj hasta que se oyó un pequeño elle.
En la cara de la medalla que miraba hacia él, las letras W y A se iluminaron con una tenue luz rojiza.
—Ahora está encendido —dijo—. Basta con apretar una de las dos letras, y la correspondiente del otro transmisor empezará a desprender un resplandor. ¿Quieres hacerlo tú?
Aelita se acercó a él y le apoyó una mano en el hombro. Con la punta de un dedo, muy lentamente, rozó la letra W. El nudo de marinero parpadeó tres veces, y luego se apagó.
X.A.N.A. le devolvió el colgante a la muchacha y le guiñó un ojo.
—Señal enviada —dijo.

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