viernes, 20 de enero de 2012

Capítulo 13

13
LA NOCHE DECISIVA

A Hertz y Lobo Solitario los habían colocado en habitaciones separadas de los demás. El agente de los hombres de negro y la ex mayor del ejército habían sido encapuchados, mientras que los padres de los muchachos sólo estaban atados y amordazados, exactamente como Richard. Comadreja y él los liberaron a toda prisa, y luego se reunieron todos en la celda de Lobo Solitario, que era la mayor de todas y tenía una pequeña ventana con barrotes. Era demasiado baja y angosta como para que pudieran forzarlos y escapar, pero bastaba para dejar que entrase el aire oscuro de la noche.
Todo el grupo estaba cansado y sin fuerzas. Michel Belpois tenía un ojo a la funerala, y Hurón, que no conseguía mover el brazo izquierdo, se lo había atado al cuello con la bandolera de la metralleta.
Pero estaban libres de nuevo, tenían un arma y por fin podían entrar en acción.
Richard vio que Lobo Solitario se estaba metiendo una mano en la boca. El hombre trasteó y forcejeó un poco, hasta que consiguió arrancarse un diente. Era un molar grande, y parecía auténtico, pero el agente de los hombres de negro le desenroscó un extremo, revelando un minúsculo botón que podía pulsar con una uña.
—¿Eso es todo? —preguntó Walter Stern con una mirada crítica.
Lobo Solitario esbozó una sonrisa picara.
—Esto es en realidad un avanzadísimo prodigio tecnológico que he hecho que me implantasen poco antes de lanzarme en paracaídas sobre el Kadic. Este diente falso lleva incrustado un transmisor morse de una potencia enorme... Puede funcionar en casi cualquier parte, desde los desiertos más remotos hasta bunkeres de hormigón construidos bajo tierra. Con esto me pondré en contacto con Dido. Por supuesto, está reservado a los casos de máxima emergencia.
—Entonces, póngase a trabajar —comentó Hertz con sequedad—. La situación podría volverse desesperada de un momento a otro.
Lobo Solitario empezó a pulsar el botón a intervalos regulares: breve-largo-breve-breve-largo...
—¿Qué es lo que tengo que transmitirle? —preguntó.
—Comuníquele a Dido que nos hemos liberado —dijo la profesora Hertz—. Y que tenemos la intención de atacar a los terroristas. Ya son casi las nueve, y me imagino que Dido necesitará un par de horas para organizarse. Así que dígale que actuaremos a medianoche. Y que nos van a hacer falta refuerzos.
Lobo Solitario asintió y siguió pulsando el botón del minúsculo artefacto.
Mientras tanto, Richard se volvió hacia la profesora. Estaba aterrorizado. Liberarlos a todos había sido la acción más heroica de su vida. Pero ahora no se sentía listo para enfrentarse a los soldados en un combate directo. Él no era más que un estudiante de ingeniería flaco y pecoso, mientras que en la tele los héroes eran todos altos y anchos como armarios de dos puertas con enormes brazos musculosos.
—Todavía falta mucho para la medianoche —observó—. ¿Qué vamos a hacer mientras tanto?
—Para poder atacar a los hombres de Green Phoenix necesitamos armas —le respondió, resuelta, la profesora Hertz—, así que vamos a conseguirnos unas cuantas.



SOMOS 9 FÁBRIK UBRES Y ARMADOS. TRRORISTAS +90. ATAQ 00:00. ¡REFUERZOS! PUEDE Q CHICOS MÁXIMA CAUTELA.

El mensaje llegó al móvil de Dido con el trino grave que indicaba las comunicaciones de emergencia. Su código de identificación era el de Lobo Solitario. Había utilizado el transmisor morse vía satélite. Sólo el aparato costaba ya un ojo de la cara. Cada una de las letras se enviaba a una red de satélites espía en órbita, y a continuación se traducía del morse y se le reenviaba a Dido dondequiera que estuviese. El gasto de cada transmisión resultaba prohibitivo. Aquel simple mensaje le habría costado a la Agencia casi unos quinientos mil dólares. Pero era un dinero bien gastado.
Dido sonrió. Todavía se encontraba en el laboratorio de ciencias de la academia Kadic, y aquél había sido uno de los días más fatigosos de su vida. Había hablado durante horas y horas con los máximos exponentes del gobierno francés, los peces más gordos del ejército y Maggie, que estaba en la central de operaciones de Bruselas.
Dido había dado explicaciones, protestado, peleado, discutido, elaborado y descartado planes de acción. No había tenido ni tiempo de comer algo: se
había limitado a beber una enorme taza de café humeante y azucarado tras otra para poder mantenerse despierta.
La jefa de los hombres de negro empezó a aporrear con ímpetu el teclado de su ordenador hasta que en la pantalla que tenía delante apareció la cara de Maggie. Su secretaria parecía tranquila y descansada, como si no hubiese volado desde Washington hasta allí menos de veinticuatro horas antes para resolver un problema que amenazaba con destruir el mundo.
—Señora —dijo.
Dido activó todos los programas antiescuchas que había instalado en el ordenador nada más llegar y le hizo una señal a Maggie para que hiciese lo mismo.
Por un momento la mujer sintió que le temblaban las manos. Por muy sofisticados que fuesen sus programas, desde dentro de Lyoko Hannibal Mago podía descifrarlos sin esfuerzo. En caso de que el jefe de Green Phoenix ya hubiese alcanzado un control tan absoluto sobre el superordenador, la tarea de Dido estaba condenada al fracaso.
—Va a haber un ataque dentro de la fábrica —le explicó a su asistente—. Te enviaré la hora al móvil, sólo para estar más seguras.
—Por supuesto, señora.
—Quiero que organices de inmediato un contingente de hombres listos para el combate. Es una misión de nivel rojo delta. Máxima prioridad.
—Por supuesto, señora.
Dido suspiró. Ahora venía la parte más difícil.
—La misión Cuervo Negro no se suspende —murmuró—, pero tiene que prepararse para intervenir a la hora X y treinta minutos, en caso de que fracase el ataque por tierra.
En la pantalla, el rostro de Maggie ni se inmutó.
Dido cortó la comunicación. Cuervo Negro era el nombre del cazabombardero de los hombres de negro, que llevaba bajo sus alas una carga de bombas y misiles capaz de pulverizar todo el islote en el que se encontraba la vieja fábrica. Lo máximo que había logrado conseguir, tras todas las horas de negociación con los gerifaltes del gobierno y el ejército francés, era que la destrucción del superordenador no se llevase a cabo antes de las doce y media de la noche. Eso quería decir que iba a tener poquísimo tiempo para liderar el asalto de sus hombres a la fábrica, neutralizar a los terroristas y ponerse en contacto con el piloto para suspender el ataque.
Aquella noche la vida de todos ellos estaría colgando de un hilo.
Los muchachos habían transformado la torre de Lyoko en un campo de entrenamiento.
X.A.N.A. había creado unas cuantas mantas que remolineaban por el aire disparando rayos láser de un deslumbrante tono azul. Ulrich atacaba a los monstruos con su catana. Odd corría por las paredes y disparaba a las mantas usando las flechas láser que le salían de las manos. Yumi lanzaba sus abanicos afilados como puñales. Aelita y Eva, por su parte, se estaban ejercitando a cierta distancia de los demás.
Aelita se detuvo por un instante, y le pidió a Eva que suspendiese sus ejercicios. Todos aquellos gritos y chillidos le habían hecho daño en los oídos y, además, tenía que hablar con X.A.N.A.
El muchacho estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo de la torre, y mantenía los ojos clavados en las alturas, como si estuviese concentrado en un problema muy difícil. Aelita se le acercó y le apoyó una mano sobre el hombro.
—¿Va todo bien? —le preguntó con cierto tono de preocupación.
—Yo he... —X.A.N.A. interrumpió la frase que acababa de empezar, y sus ojos se encontraron con los de Aelita. Por un instante la muchacha vio cómo cambiaban de color, pasando del rojo al azul oscuro, y luego al violeta—. Yo no soy realmente humano —exclamó él—. O sea, siento que soy distinto de antes, y experimento emociones, y entiendo que todos nosotros somos amigos. Pero sigo siendo una criatura de Lyoko. ¿Ves? —hizo un gesto vago indicando todo a su alrededor—. He creado las mantas, consigo usar las torres para comunicarme con la realidad y aún tengo muchos de mis poderes. Ya no puedo meterme en la mente de otras personas, pero sigo pudiendo cambiar el color de mis ojos o de mi pelo.
Aelita sonrió.
—Tú no tienes un cuerpo físico, y eso es lo que te permite utilizar tus poderes. Pero no es el cuerpo lo que hace humana a una persona, sino cómo piensa y cómo se comporta. Por eso no me interesa si puedes interceptar llamadas telefónicas de todo el mundo, ni crear las mantas o cosas así. Para mí tú eres tan humano como yo, o Jeremy, o Ulrich, o...
El muchacho suspiró.
—A propósito de interceptar llamadas. Me parece que he descubierto algo interesante.
X.A.N.A. se levantó y alzó las manos hacia el cielo. Las mantas voladoras desaparecieron en unas pequeñas bocanadas de humo.
Odd, que había conseguido subirse a lomos de una de ellas y se mantenía bien agarrado a los cuernecillos de su morro como un vaquero en un rodeo, cayó hacia el suelo, donde aterrizó con una cabriola.
X.A.N.A. dibujó un cuadrado en el aire, y dentro aparecieron unos números digitales. 02:30:59. Un instante después el 59 se transformó en un 58, y luego en un 57... Era una cuenta atrás.
Aelita se quedó mirando al muchacho, un poco perpleja, y él empezó a explicárselo.
—Durante la última media hora he conseguido escuchar ciertas comunicaciones bastante interesantes. La primera provenía de la fábrica, y era una transmisión vía satélite en morse de lo más avanzada. Decía que los demás han conseguido liberarse y apoderarse de algunas armas. Tienen intención de atacar a los terroristas a medianoche, y han solicitado la ayuda de Dido.
—¡Uau! —exclamó Odd, impresionado.
—Ya —añadió inmediatamente Ulrich—. Ahora entiendo por qué todo el mundo está tan interesado en Lyoko y el superordenador. Si se utiliza de la forma adecuada, su poder para controlarlo todo da auténtico miedo.
X.A.N.A. asintió.
—Y eso no es todo —añadió—. Además, he estado escuchando la respuesta de Dido. Los hombres de negro están listos para asaltar la fábrica, también a medianoche, para así apoyar el ataque desde dentro con uno más potente desde fuera.
—Y nosotros también vamos a estar ahí —comentó Yumi con una sonrisa—. ¡Podemos coordinar nuestro asalto con los suyos, materializarnos con nuestros poderes y darle a Green Phoenix el golpe de gracia!
—¡Sí, pero todavía hay otra cosa más! —exclamó X.A.N.A.—. Dido ha hablado de una operación llamada Cuervo Negro. Es su plan B, en caso de que fracase el ataque a la fábrica. Pero no he encontrado información alguna sobre Cuervo Negro. Deben de haber organizado esa misión utilizando comunicaciones que no eran electrónicas... o no sé qué.
—Cuervo Negro no suena demasiado simpático —masculló Odd—. Podría ser eso de lo que nos hablaba antes Jeremy: los hombres de negro están dispuestos a destruir la fábrica con tal de pararles los pies a los terroristas de una vez por todas. Nos va a tocar tener los ojos bien abiertos y...
Aelita se acercó a X.A.N.A. y le dirigió un guiño.
—Vayamos por partes —dijo—. Ahora lo importante es avisar a Jeremy de la hora del ataque. Tendrá que encontrar la forma de apoderarse del mando a distancia de Hannibal Mago antes de las doce de esta noche.
Jeremy no había estado nunca en la sala de máquinas de la fábrica. Era una sala gigantesca, tan larga que costaba bastante ver el fondo. Por todas partes había enormes maquinarias apagadas y cubiertas de polvo: turbinas de metal oxidado, tuberías, válvulas, manivelas, compresores e inmensos cuadros eléctricos con todos los interruptores bajados.
Los soldados de Green Phoenix habían transformado aquel sitio en su comedor, alineando un montón de mesuchas de formas y colores dispares a lo largo del pasillo central de la sala.
Ahora unos sesenta de ellos estaban sentados allí con los fusiles y las ametralladoras apoyados en las mesas. Se estaban comiendo en silencio unas escudillas rebosantes de una sopa de color indefinible, y tenían los ojos clavados en unos cuantos televisores a pilas colocados a intervalos regulares.
Jeremy entró acompañado por Memory y Grigory Nictapolus, que no les había quitado el ojo de encima desde el mediodía. Encontraron unos asientos libres y se sentaron. Grigory levantó una mano al tiempo que lanzaba un gruñido, y un soldado con un ridículo delantal que en algún momento del pasado había sido blanco, anudado por encima del uniforme, se apresuró a llevarles tres escudillas.
Si el aspecto de la sopa no era nada apetitoso, su sabor era sin duda mucho peor. A Jeremy le pareció una mezcla de carne enlatada, espinacas y calcetines sucios. Se esforzó igualmente por metérsela entre pecho y espalda. Le iban a hacer falta todas sus fuerzas para mantener la concentración y ayudar a sus amigos. Para no pensar en el horrible gusto de la sopa, el muchacho empezó a mirar él también la televisión.
Estaban dando el telediario de la noche. Por la parte inferior de la pantalla pasaban los títulos de las principales noticias, y a la derecha había un reloj sobreimpreso que indicaba que ya eran más de las diez. La información era la de siempre: una guerra en algún país lejano, políticos que se peleaban por motivos incomprensibles y los resultados de los partidos de fútbol.
Ni una sola referencia a los terroristas, los hombres de negro ni la vieja fábrica. Jeremy sonrió. Dido era una auténtica profesional. Debía de haber conseguido mantener todo aquel asunto en el secreto más absoluto.
De golpe, todos los televisores cambiaron de canal sin previo aviso, sin que nadie hubiese acercado siquiera un dedo a ninguno de los mandos a distancia. Las pantallas se quedaron a oscuras por un instante, y luego sintonizaron una vieja película en blanco y negro con dos samurais que estaban combatiendo al borde de un precipicio, atacando y defendiéndose furiosamente a golpes de catana. Tras unos pocos segundos, las imágenes volvieron a cambiar, y mostraron esta vez unos dibujos animados en los que un gato que se movía sobre sus patas traseras trataba de tenderle una trampa a su enemigo de siempre, un ratón más listo que él.
Algunos soldados empezaron a refunfuñar. Uno de ellos se levantó para soltarle un puñetazo al televisor, pero la pantalla se le adelantó, y volvió a cambiar al telediario. Los ojos de Jeremy volaron al reloj de la parte de abajo, que marcaba las 00:00. Sólo duró un instante, y luego la hora volvió a ser la correcta, las 22:16.
El muchacho se puso a reflexionar. El pantallazo negro, los hombres de negro. El samurai y el gato, igual que Ulrich y Odd. Y la hora: medianoche. X.A.N.A. era capaz de percibir cuándo Jeremy se encontraba delante del ordenador, y también debía de saber que ahora estaba viendo la tele. Tal vez aquellas extrañas interferencias fuesen un mensaje en clave para él.
A Jeremy le dolía la cabeza. A lo mejor se estaba volviendo loco. Qué va: no podía tratarse de una coincidencia. Seguro que era un mensaje. Medianoche, la hora del ataque conjunto de sus amigos y los hombres de negro.
El muchacho se tragó aquella sopa asquerosa de un único sorbo, y luego se incorporó.
—Será mejor que volvamos a ponernos a trabajar —le dijo a Memory—. Ya no nos queda mucho tiempo para terminar el bot de Mago... Y acaba de ocurrírseme una idea.



A lo largo de su extensa carrera criminal, Grigory Nictapolus había aprendido a no fiarse de nada ni de nadie. Sobre todo de lo que parecían meras coincidencias.
El hombre había notado enseguida que la hora del telediario había cambiado, pero lo que más le hacía sospechar era el extraño comportamiento de aquel chiquillo, Jeremy.
Antes de la cena, el agente se había pasado a ver a Aníbal y Escipión, que estaban encadenados delante del portón de la fábrica, para llevarles un par de huesos. Los había encontrado nerviosos, con las orejas tiesas y olfateando con el hocico el frío aire de la noche.
El instinto de sus perros rara vez se equivocaba. Sentían que la situación se estaba poniendo al rojo vivo. Grigory sabía que con cada hora que pasaba, el juego de Mago se iba volviendo más y más peligroso.
El cabecilla de Green Phoenix estaba tratando de poner en jaque al gobierno de Francia, y no cabía duda de que el ejército estaría preparando un contraataque. Habría un enfrentamiento, y muy pronto. Y no había ninguna garantía de que Mago fuese a ganar.
Grigory sonrió. Como siempre, él conseguiría apañárselas de alguna forma. Tenía un instinto natural para abandonar el barco un segundo antes de que se hundiese. De momento, debía seguir vigilando a aquel mocoso. Aunque sólo tuviese trece años, le parecía bastante más listo que muchos adultos.
El hombre se levantó y aferró a Jeremy de un hombro. Apretó lo bastante como para estar seguro de que le hacía daño.
—Vamos —lo exhortó—. Ya te acompaño yo.

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