martes, 17 de enero de 2012

Prólogo

                                          PRÓLOGO 
                           ENCUENTRO NOCTURNO



Grigory Nictapolus se notaba nervioso. Era una sensación insólita para él, y eso lo ponía aún más nervioso.
Era de noche, y el hombre estaba esperando en silencio en la linde de la academia Kadic con el jardín del chalé que antaño había pertenecido al profesor Hopper, La Ermita. A su espalda se erguía una barrera de planchas que separaba el parque del jardín. Frente a Grigory, una auténtica selva de árboles tan artos que parecían arañar el cielo con sus copas ocultaba a la vista los edificios de la escuela.
El hombre suspiró. Podía sentir claramente bajo la axila izquierda el peso de su pistola, una gran Desert Eagle tan potente que podría tumbar a un rinoceronte de un solo disparo. Llevaba su cuchillo de caza y cuatro granadas de mano enganchados al cinturón, mientras que la bandolera de una ametralladora le cruzaba el pecho en diagonal. Iba lo bastante equipado como para enfrentarse a todo un ejército. Pero aquella noche no lo esperaba un ejército común y corriente.


Grigory aguzó el oído. Desde la escuela que había al otro lado del telón de vegetación le llegaban ruidos de batalla, gritos, el estallido de un montón de cristales haciéndose añicos. Sujetó con más fuerza la correa que tenía en la mano izquierda, y observó a los dos perros que descansaban a sus pies: Aníbal y Escipíón, sus enormes rottweilers, unas fieras musculosas, pesadas y con muy mala uva a las que había adiestrado personalmente para convertirlas en salvajes bestias de combate. Pero ahora ambos estaban echados en el suelo, bien juntos y con el morro encajado entre las patas delanteras. Tenían mucho miedo.
De repente, los perros se pusieron en pie de un brinco, apuntaron sus morros hacía los matorrales y empezaron a emitir al unísono un gruñido ronco.
Grigory pegó un tirón de la correa para mantenerlos a raya. Tras unos pocos instantes comenzó a oír algo. Era un sonido grave, como de metal hundiéndose en el barro, pesados pasos de algo que no era humano y que avanzaban en su dirección por entre los árboles. El hombre se llevó la mano a la culata de la pistola: mejor ser prudente.
Por fin, el primer soldado llegó al sotobosque. ra tan alto que le sacaba dos palmos a Grigory, y tan sólido e imponente como un armario de dos cuerpos que se hubiese pasado bastante dándole a las pesas en el gimnasio. Llevaba una armadura de bronce centelleante, y su rostro era una impávida máscara de metal oscuro en la que destacaba una hilera de lucecitas amarillas que se encendían y apagaban a intervalos regulares. De la cabeza le caía en cascada una melena de cables oscuros que acababan en enchufes de alimentación eléctrica.
Aníbal y Escipión soltaron sendos aullidos y se cusieron detrás de Grigory de un salto, apretujando contra sus piernas. El hombre no quería dejar ver miedo frente a aquel ser espeluznante, así que se aró la garganta antes de dirigirle la palabra de la manera más seca que pudo. —¿Has traído lo que se te ordenó? —fue lo único que dijo.
El soldado no dio señales de haberlo oído, sino je pasó junto a él y atravesó la barrera en dirección La Ermita. El hombre se dio cuenta de que los palos de aquella criatura parecían inseguros y trastabillantes, y hasta su armadura brillaba menos que de costumbre. Daba la impresión de que se estuviese volviendo translúcido, como un fantasma.

De entre los árboles surgieron otros soldados. Marchaban en fila de a dos, y sólo la hilera de lucecitas amarillas que cruzaba sus máscaras animaba sus inexpresivos rostros. Algunos eran tan compactos y sólidos como montañas, mientras que otros parecían evanescentes. Grigory advirtió que llevaban las corazas manchadas de extrañas sustancias químicas, y sus imponentes armaduras mostraban algunas abolladuras por aquí y por allá. La batalla debía de haberles resultado más dura de lo previsto.
Uno de los soldados se aproximó a Grigory y le tendió en silencio una mano que sujetaba una PDA ligeramente mayor que un móvil normal y corriente. Tenía la pantalla encendida.
—Gracias —murmuró Grigory mientras agarraba el aparato.
Sin molestarse en responderle, el soldado se reunió con sus compañeros de batalla y continuó su marcha en dirección a los sótanos de La Ermita. Allá abajo se encontraba la columna-escáner que se lo iba a tragar, haciéndole desaparecer para siempre.
Grigory se sentía ahora más tranquilo: una vez completada su misión, los soldados creados por X.A.N.A. se estaban autodestruyendo, tal y como habían previsto. El hombre pegó un tirón de Aníbal y Escipión para convencerlos de que se levantasen, y atravesó junto con ellos la barrera para entrar en el patio trasero de La Ermita.
El chalé era una construcción de tres pisos alta estrecha, con un tejado a dos aguas. A su  izquierda, un garaje bajo de tejado plano se apoyaba contra uno de sus muros portantes. La puerta basculante estaba abierta, y las criaturas marchaban en aquella dirección para descender hasta los Bótanos.
Grigory se giró hacia los dos soldados humanos que se habían quedado petrificados mientras observaban el antinatural desfile de robots y estalló en una ronca carcajada.
—No os preocupéis, niños —les soltó con un tono burlón—. Los hombres del saco no os van a hacer nada. ¿Es que no os habéis fijado en sus armaduras? Se están volviendo transparentes. Uno de los soldados trató de balbucear algo, pero Grigory se encogió de hombros.
—En cuanto terminen de pasar —les ordenó— volved a cerrar la barrera de inmediato. Y no dejéis de avisarme en caso de que pase algo raro.
Una vez dicho eso, el hombre y sus dos perros rodearon el chalé pasando por uno de sus laterales.

La camioneta estaba aparcada en la calle, frente a la verja de la entrada. Era roja y tenía todo el aspecto de una vieja cafetera, pero bajo aquella fachada desvencijada se escondía un auténtico bólido. Grigory se había encargado personalmente de trucarle el motor.
El hombre subió a bordo y sentó a Aníbal y Escipión en el amplio asiento trasero. A continuación se puso al volante, respiró hondo y cogió la PDA que el soldado le había entregado. Observó los innumerables dígitos y caracteres sin sentido que brillaban contra el fondo negro de la pantalla.
Grigory no entendía ni jota, pero reconocía la palabra que parpadeaba en la parte superior izquierda de aquel batiburrillo: AELITA. El nombre de la hija de Hopper.
A saber por qué Hannibal Mago estaba tan interesado en ese cacharro. Grigory no tenía ni pajolera idea, pero a lo largo de todos aquellos años a su servicio había aprendido una cosa: lo mejor era hacer pocas preguntas, mantener los ojos bien abiertos y tener siempre lista una vía de escape.
Sacó de la guantera de la camioneta una memoría USB, la enchufó en un puerto de la PDA y grabó en ella una copia de todos los contenidos del aparato. Era una mera precaución. Tal vez el día menos pensado  Mago  le volvería  la espalda, y entonces aquellos datos podrían resultarle de utilidad... fueran lo que fuesen.
Grigory se giró y les dedicó un par de caricias distraídas a sus dos perros.
—Vamos, preciosos —les susurró—. Será mejor que no hagamos esperar a Mago.

No hay comentarios:

Publicar un comentario