miércoles, 18 de enero de 2012

Capítulo 2

                                                     2 
                                  LA PDA DE RICHARD


Aelita sabía que en realidad se encontraba en el interior del mismo ordenador que alojaba al resto de sus amigos atrapados dentro de Lyoko.
Pero el Mirror se hallaba dentro de una sandbox, una especie de espacio virtual completamente aislado en el núcleo del potente superordenador que funcionaba al margen del resto de los contenidos del disco duro.
Al construir el Mirror, su padre había tenido un golpe de genio. Lo había creado empleando la máquina extirparrecuerdos consigo mismo y con la profesora Hertz, y los escenarios de sus recuerdos estaban recreados a la perfección.
Aelita había rastreado la Ciudad de la Torre de Hierro de un extremo a otro. Podía notar el cálido olor del verano y oír el zumbido de los mosquitos, pero había encontrado a poquísimas personas: tan sólo aquellas a las que su padre o la profesora Hertz habían visto, aunque hubiese sido sólo de pasada, durante aquellos días de 1994. Por lo demás la ciudad estaba vacía y desolada. Nada de niños jugando a la pelota en medio de la calle, nada de dependientes tras los mostradores de las tiendas... «Qué sitio más triste», pensó la muchacha.
Pero sabía que en el Kadic encontraría a alguien más. En el mundo del Mirror eran más o menos las diez de la mañana, y su padre, que por aquel entonces trabajaba como profesor, estaría seguramente dando clase.
Aelita atravesó el jardín de La Ermita y se encaminó por el parque en dirección al Kadic.
La clase estaría llena de gente, de chicos y chicas de su edad, sus antiguos compañeros. Podría sentarse en el suelo y ver a su padre, escuchar su lección, encontrar algo de compañía,..
Al llegar al laboratorio de ciencias, Aelita descubrió que en todos esos años no había cambiado ni un ápice, a excepción del ordenador instalado encima
de la cátedra.
El de 1994 era una gran caja de plástico amarillento con un enorme monitor de tubo catódico. Sin saber
bien por qué, Aelita conocía aquel modelo: se trataba de un 486, que por aquel entonces era lo más puntero en tecnología. Usaba como sistema operativo Windows 3.11..., la prehistoria de la informática. A saber qué habría dicho Jeremy de haber podido verlo.
La muchacha se sonrojó al pensar en su amigo. Esperaba de todo corazón que se encontrase bien.
Su padre se hallaba detrás de la mesa de la cátedra, y estaba desvelando los secretos del Basic, un lenguaje de programación. Sus alumnos lo miraban como si fuese un marciano.
Aelita descubrió que su padre enseñaba con pasión, entusiasmándose con las novedades tecnológicas que estaba explicando. Y sin embargo, la Aelita de 1994 estaba sentada a su pupitre con pinta distraída y algo aburrida.
La muchacha se quedó un rato observándose a lí misma: la Aelita de hacía diez años era casi idéntica a como ella era ahora, y, no obstante, parecía bien distinta, más despreocupada. Junto a ella, sentado al mismo pupitre, estaba Richard, que tenía doce años, y bromeaban en voz baja, pasándose notas. Le habría gustado ir hasta la Aelita de 1994 y sacudirla por un hombro, decirle que escuchase lentamente la lección y disfrutase de los últimos momentos junto a su padre, pero por desgracia no había nada que ella pudiese hacer: todo aquello no era más que una grabación.
Al terminar la clase, los estudiantes empezaron a salir por la puerta. Cada vez que uno de ellos abandonaba el aula, desapareciendo así de la vista y de los recuerdos de su padre, se transformaba en humo y se desvanecía en el aire, dejando de existir.
Al final se quedaron solos en el aula su padre, Richard y la Aelita de 1994.
—Cielo —dijo Hopper—, sal al recreo, anda. Me gustaría hablar un momentito con Richard.
La chiquilla se encogió de hombros y se alejó dando saltitos, mientras se volvía primero transparente y luego invisible, como los demás que la habían precedido.
Por su parte, Richard se acercó al profesor, y lo mismo hizo Aelita.
—¿He hecho algo mal, profe? —preguntó el muchacho.
Hopper estalló en una carcajada.
—¿Aparte de distraerte durante mi clase? No te preocupes, que todo va bien. Pero, bueno, quería pedirte un favor.
Aelita aguzó el oído. Hasta ahora jamás había explorado aquella parte del diario. ¡Podía ser importante!

Su padre pasó a través de ella, sin verla ni sentirla, y condujo al joven Richard hasta el ordenador de la cátedra.


En medio del río había una isla que se conectaba con la tierra firme por medio de un puente de hierro. La isla estaba ocupada por una fábrica, un gran edificio de ladrillo rojo con el tejado de acero y cristal y amplias ventanas a los lados.
Durante años la fábrica y el puente habían estado allí, oxidándose poco a poco sin que nadie les hiciese el menor caso, pero desde hacía unos días aquel lugar había vuelto a la vida, animado con el ir y venir de soldados y obreros que no cesaban de trabajar. Su exterior no dejaba traslucir nada, excepto por los hombres que montaban guardia delante de la verja de entrada. Su interior, por el contrario, había cambiado mucho.
Las pasarelas colgantes que comunicaban la entrada con la planta baja llevaban bastante tiempo en ruinas, pero en su lugar se habían instalado nuevas plataformas móviles. Habían dejado bien limpio y despejado de escombros y maquinaria el suelo de cemento en bruto, y ahora el centro de la sala estaba ocupado por una gran jaima de color verde esmeralda. Junto a la enorme tienda de campaña se hallaba el ascensor que bajaba hacia las profundidades   de   la   fábrica   y   llevaba   a   los   tres   pisos subterráneos en los que Hopper había distribuido la enorme estructura de su superordenador. El tercer piso, el más profundo, albergaba el ordenador propiamente dicho: un gran cilindro cubierto de jeroglíficos dorados que resplandecían en la oscuridad. En el  segundo se encontraban  las  columnas-escáner que permitían acceder al mundo virtual. Y, por último, en el primero estaba la consola de mando desde la que se podía gestionar todo aquel imponente equipo tecnológico.
En aquel momento, sentada a la consola se encontraba Memory. La mujer tendría entre cuarenta y cincuenta años, pero la tersa piel de su rostro y la cascada pelirroja que lo enmarcaba la hacían parecer mucho más joven. Encima del sobrio traje de chaqueta llevaba una bata blanca de laboratorio, y tenía el cuello delicadamente adornado con un sencillo colgante de oro.
Rodeaban a la científica amplias pantallas atiborradas de símbolos, y frente a ella levitaba en el aire una esfera dividida en cuatro sectores: Lyoko. Pero, obviamente, tan sólo se trataba de una imagen holográfica.
Hannibal Mago se acercó a Memory sin hacer ruido, y le apoyó sobre el hombro una mano repleta de anillos.
—¿Y bien? —preguntó.
Memory se dio media vuelta sobre el sillón giratorio del puesto de mando y lo miró sin parpadear a sus fríos ojos de depredador.
—Lo siento muchísimo, señor—respondió—. Seguimos sin nada.
La mujer señaló la PDA que había conectado con un cable a los sistemas de análisis de la consola.
—Llevo toda la noche trabajando sin parar, pero esos códigos... son ininteligibles.
Hannibal Mago rechinó los dientes.
—¿Sabes  lo  que  hemos  hecho  hasta  ahora, querida? Hemos conquistado una fortaleza. Ha sido un largo asedio, y hemos necesitado años para llevar a cabo este paso, pero ahora la fábrica es nuestra, y hemos reactivado el superordenador. Y en este punto tiene que ponerse en marcha la fase dos: consolidar el éxito. Debemos conseguir utilizar Lyoko para atacar los centros de poder más importantes del mundo. Y tenemos que hacerlo deprisa, antes de que nuestros enemigos logren organizarse.
—Sí, señor.
La mano de Mago volvió a posarse sobre el hombro de Memory, pero esta vez lo apretó hasta que vio cómo aparecía una expresión de dolor en el rostro de la mujer.
—Tengo que entender para qué sirven esos códigos. ¿Son un arma que podría emplearse contra nosotros? ¿Un truco de nuestros enemigos? ¿O algo que podemos explotar a nuestro favor?
—Yo... no lo sé..., señor.
Mago soltó su presa, furioso.
—¿Le has transmitido los datos a esa criatura... XANA? —preguntó con un tono de fastidio.
—Claro. Los está procesando, pero aún no nos ha respondido.
Hannibal Mago se volvió para irse.
—Te doy de tiempo hasta primera hora de esta tarde —le dijo por encima del hombro con un tono gélido.


En el Mirror, el profesor Hopper y un jovencísimo Richard Dupuis estaban sentados frente al antiguo ordenador personal del laboratorio, mientras que Aelita se encontraba encaramada sobre el tablero de la mesa y los escuchaba con atención.
—¿Sabes lo que es el correo electrónico? —preguntó el profesor.
—Es como el correo normal —le contestó el muchacho mientras asentía con la cabeza—, o sea, que tienes una dirección, y los demás pueden mandarte cartas, sólo que te llegan por el ordenador en vez de que te las traiga el cartero.
—Exactamente —sonrió Hopper—. Bueno, Richard, pues yo he creado una dirección de correo electrónico para ti.
El rostro del muchacho se iluminó con una sonrisa radiante.
—¿Para mí? ¿Una dirección de e-maíl? —Sí. Y, además, es una dirección muy especial. Secreta. Sólo yo podré utilizarla para enviarte mensajes. Y ahora escúchame bien: si las cosas terminan saliendo como yo me imagino, en los próximos años el correo electrónico se desarrollará  muchísimo, y tú podrías llegar a tener decenas de direcciones distintas... Pero ése es precisamente el favor que te pido: que te acuerdes siempre de la que te he apuntado aquí y no dejes de revisarlo de cuando en cuando.
Hopper le pasó una tarjeta a Richard, y Aelita estiró el cuello para verlo bien. Tenía escrito ayudaelita@hopper.com y una larga contraseña.
El profesor notó la preocupación en la mirada del muchacho según leía la tarjeta y se apresuró a darle una explicación.
—Se trata de una dirección realmente única. El servidor, es decir, el ordenador utilizado para guardar y transmitir los mensajes, es mío. Se encuentra en un lugar seguro, y seguirá funcionando incluso dentro de cien años. ¿Ves lo que dice la dirección, «ayuda a Aelita»? Tú eres el mejor amigo de mi hija, y si en el futuro ella llegase a estar en peligro, puede que dentro de muchísimo tiempo, usaré el e-mail para explicarte cómo ayudarla. ¿Me prometes que lo harás?
Aelita se llevó las manos a la boca, incrédula. Las piezas del rompecabezas fueron encajando dentro de su mente una tras otra a la velocidad de la luz.
Debía de haber ido más o menos así: Richard había conservado la tarjeta de su padre y había seguido revisando aquella dirección de e-maíl tan extraña; de mayor se había comprado una PDA en la que había configurado todos sus buzones de correo electrónico, incluido aquél; a lo mejor para él se había convertido en una especie de costumbre, un gesto automático al que ya no prestaba ninguna atención.
Después, un buen día, Aelita había descubierto la habitación secreta que escondía La Ermita. Debía de haber algún interruptor oculto en la pared, o algo por el estilo. El hecho es que del ordenador de su padre se habían enviado automáticamente unos mensajes de correo electrónico que habían tomado el control de la PDA de Richard.
El muchacho no había relacionado de inmediato aquel suceso con la promesa que le hizo a su profesor más de diez años antes, o puede que no pensase que era importante, pero de todas formas se había apresurado a ir a La Ermita para ayudarla. Richard era alguien en quien realmente se podía confiar.
Mientras tanto, Aelita se había quedado sola en el laboratorio de ciencias. Su padre y Richard se habían marchado. Pero ahora eso no le importaba: seguía sumida en sus reflexiones.
Lo cierto es que su padre había pensado en todo: sabía que las cosas podían salir mal y que Aelita corría el riesgo de perder la memoria, y había preparado una búsqueda del tesoro para ella, una larga serie de pistas, como las miguitas de Pulgarcito, que conducía hasta... ¿Hasta qué? Tenía que descubrirlo.
La muchacha se puso en pie. Ahora ya sabía lo que debía hacer: volver a encontrar a X.A.N.A., y confiar en que aceptase ayudarla...

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