miércoles, 18 de enero de 2012

Capítulo 4

                                                      4
           LLUVIA DE PARACAIDISTAS SOBRE EL KADIC


Memory llevaba horas trabajando, inclinada sobre la consola de mando del superordenador. En torno a ella, el primer piso subterráneo de la fábrica hormigueaba con una ferviente actividad: soldados en uniforme de guerrilla que corrían de acá para allá, walkie-talkies que graznaban, maquinaria que no paraba de zumbar... En la plataforma giratoria que había en el centro de la sala, la proyección tridimensional del mundo virtual de Lyoko seguía girando sobre sí misma, iluminándose con la aparición de textos y puntos de colores.
Memory no veía ni oía nada de tan concentrada como estaba en los misteriosos códigos que contenía la PDA. Finalmente había logrado descifrar la primera parte. Se trataba de un complejo programa de activación con instrucciones escritas en Hoppix, el lenguaje de programación que el profesor Hopper había inventado para crear Lyoko.
Aquel hombre había sido un auténtico genio, y Memory sentía una simpatía instintiva por él.
El verdadero problema era la segunda parte de aquellos códigos. Una ristra de caracteres y símbolos inconexos entre sí e incomprensibles. La mujer había creído ver en ellos un astuto mensaje en código y había barajado todas las posibilidades, pero no había conseguido llegar a ningún lado.
Fuera lo que fuese aquel programa, ella tenía que descubrirlo a toda prisa: Hannibal Mago no toleraba fracasos, y Memory había aprendido que la eficiencia era el único método para ponerse a cubierto de su rabia.
La mujer sintió que le temblaba el cuello. Al principio pensó que no sería más que un síntoma del cansancio: estaba trabajando demasiado. Pero luego el temblor continuó, ligeramente intensificado. Los dedos de Memory se precipitaron sobre el colgante que llevaba, y se dio cuenta de que era eso lo que le transmitía aquella extraña sensación.
Desenganchó la cadenita de la que colgaba la medalla en la que había grabados un nudo de marinero y dos letras, W y A. Tuvo justo el tiempo de advertir que ahora el nudo estaba parpadeando y la letra W estaba iluminada antes de desplomarse sobre el teclado de la consola, desmayada.



La Primera Ciudad flotaba en aquel cielo sin color como una nube hecha de edificios azules. Antes había estado rodeada por una altísima muralla negra, el cortafuegos de seguridad que Jeremy se había visto obligado a derribar. Ahora ya nada separaba a los muchachos del abismo infinito que se abría a su alrededor. Daba auténtico vértigo. Eva Skinner señaló un larguísimo puente suspendido que se extendía en una trayectoria escalofriante, alejándose de la ciudad hasta alcanzar el horizonte.
—¿Y vosotros queréis ir hasta... allí? —preguntó—. ¡Menuda paliza debe de ser! Para mí que es mejor que nos volvamos al parque. O también podríais acompañarme a explorar la ciudad.
Jeremy y Ulrich intercambiaron una mirada. No cabía duda de que Eva era muy maja, pero la convivencia con ella se estaba volviendo cada vez más difícil.
—Ya te lo he explicado antes —estalló Jeremy—. No podemos quedarnos aquí de brazos cruzados mientras nuestros amigos están metidos en un gran lío. El primer paso es llegar hasta Lyoko, que está al final del puente. Luego ya trataremos de que se nos ocurra algo.
—¿Y por qué ibas a tener allí alguna brillante idea que no se te ocurre aquí? —le preguntó Eva, mirándolo con una sonrisa desafiante—. Mi querido elfo gafotas, ¡la verdad es que estás dando palos de
ciego!
Jeremy levantó la nariz, humillado. No era culpa suya que en Lyoko adoptase aquel ridículo aspecto, con esos leotardos verdes y esas orejas puntiagudas.
—Eva, nosotros nos vamos a marchar, pero si lo prefieres, tú puedes quedarte aquí. Antes o después volveremos a recogerte —dijo Ulrich con tono expeditivo.
—¡No estarás hablando en serio! —protestó la muchacha con aire ofendido.
—Ah, se me olvidaba... —comenzó a decir Ulrich al tiempo que se giraba hacia Jeremy y le guiñaba un ojo—¿Te acuerdas de ese castillo hexagonal que está justo en el centro de la ciudad? Pues bueno, en cierto momento Jeremy y yo andábamos por allí, y el puente levadizo estaba bajado, y empezaron a salir un montón de robots vestidos de caballeros medievales con pinta de ser bastante chungos. En caso de que te topes con alguno de ellos, te aconsejo que salgas corriendo a todo trapo.
Ulrich tomó a Jeremy del brazo, y juntos se dieron media vuelta en dirección al puente. Tan sólo estaba protegido por un par de barandillas bajas, y se encontraba suspendido sobre el vacío. Bajo sus pies se abría un abismo sin fin. Comenzaron a caminar el uno junto al otro en dirección a Lyoko.
Unos segundos después oyeron tras ellos los pasos de la muchacha, que se apresuraba cada vez más para darles alcance.


Odd se hallaba en la gran terraza del último piso de la residencia de estudiantes. Eran las cinco de la tarde, y el sol parecía un enorme pomelo rosa jugando al escondite entre las copas de los árboles. Hacía frío, y el muchacho estaba tiritando dentro de su anorak, pero no tenía ninguna gana de volver a entrar y reunirse con los demás.
Odd nunca había sido un gran fan del colegio. Bueno, para ser exactos, le encantaba estar con sus amigos, gastar bromas y tontear con todas las chicas monas que se cruzaban en su camino, pero no soportaba la disciplina, todas esas reglas absurdas (como la de no poder tener animales domésticos), las clases y los castigos. Con el paso de los años había ido acumulando un montón de estos últimos sin hacerles mucho caso, pero ahora las cosas se habían puesto mucho peor: sus padres se encontraban en el Kadic, y lo tenían vigilado cada minuto del día.
Estaba convencido de haber demostrado ya hasta qué punto era de fiar en la reunión de aquella mañana, pero su éxito no había durado más que media hora. A continuación el director y la profesora Hertz habían retomado el control de la situación, y habían excluido a los muchachos.
Sin embargo, no eran ellos quienes habían luchado contra X.A.N.A. durante un montón de tiempo, ni los que lo habían derrotado finalmente, salvando así el mundo. No habían ayudado a Aelita a salir del superordenador en el que estaba atrapada. No habían descubierto la habitación secreta del sótano de La Ermita. No era justo. Para nada.
En torno a Odd la escuela se encontraba en silencio. Por el parque deambulaban patrullas de profesores y estudiantes, y al otro lado de la verja y la tapia Odd podía ver a los hombres de Hannibal Mago haciendo como que trabajaban en las falsas obras. Habían montado unos focos enormes para ¡luminar el internado incluso en plena noche, y seguían vigilando la zona.
Los ruidos de la ciudad le llegaban como ecos lejanos y amortiguados. Se oían los bocinazos de los
coches en la calle principal, los gritos de los niños que jugaban en el campo de deportes del barrio, el avión...
Odd levantó la cabeza. Había un avión encima de él, y eso era de lo más raro. El Kadic estaba bien lejos del aeropuerto, y él nunca había visto aviones que sobrevolasen la escuela.
Se preguntó si serían los terroristas de Green Phoenix, que no se contentaban con tener el Kadic cercado y ahora pretendían atacarlo desde el aire.
Las sospechas del muchacho se vieron confirmadas unos segundos más tarde. El avión viró en el cielo, describiendo una amplia curva, y luego abrió su enorme estómago de metal, del que empezó a caer algo... Puntitos oscuros que se precipitaban a gran velocidad... ¡Paracaidistas!
Odd agarró su móvil para llamar a Yumi. —¿Dónde estás? —gritó.
—En el patio del comedor —le respondió la muchacha—. Estoy haciendo la ronda con Jim, y...
—Nos vemos delante del edificio de administración en medio minuto. Tienes que dar la alarma ya mismo: ¡los hombres de Green Phoenix se están lanzando en paracaídas sobre el colé!
Odd cortó la conversación sin dejarle tiempo a su amiga para responder, y salió corriendo.

Bajó las escaleras de cinco en cinco escalones, esprintó por el pasillo y pasó de un brinco por la puerta de cristal de la residencia, que había quedado destruida durante la batalla y ahora colgaba de sus goznes como un ala rota.
En lugar de seguir por el estrecho vial, atajó por el césped sin apartar los ojos del cielo. El avión había cumplido su misión, y ahora se alejaba hacia el horizonte, mientras que los puntitos negros, casi indistinguibles en la penumbra del atardecer, continuaban acercándose.
Odd calculó que aterrizarían en medio del parque, justo antes del pequeño bosque.
Aceleró aún más... y se dio de bruces con algo. Cayó al suelo.
—¡Au! —se quejó.
—Eso debería decirlo yo —exclamó el director Delmas.
El muchacho sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Al lado del director, que estaba envuelto en un elegante abrigo de color pelo de camello, se encontraban la profesora Hertz, los señores Ishiyama y sus propios padres, y todos lo miraban con expresión desconcertada. Ninguno de ellos parecía ir armado.
—¿A qué estáis esperando? —gritó Odd al tiempo que se ponía en pie de un salto felino—. ¡Tenemos que prepararnos para combatir contra los cafres de Green Phoenix!
La profesora Hertz esbozó una sonrisa cansada.
—No se trata de terroristas, Odd —le dijo suavemente—. Son paracaidistas de los hombres de negro. Han venido a ayudarnos.
En aquel momento llegó también Yumi, a la carrera, seguida a escasa distancia por Jim, que resoplaba y jadeaba.
—¡He intentado decírtelo al teléfono! —le explicó la muchacha—. Pero no querías hacerme caso.
Odd se pasó las manos por la cabeza, desconsolado. Había albergado la esperanza de hacer que los mayores se enterasen de lo que valía un peine, y en vez de eso, lo único que había conseguido era quedar como un tonto.
En aquel instante tres agentes aterrizaron a poca distancia de ellos, se desabrocharon a toda prisa el correaje de los paracaídas y avanzaron hacia ellos con paso decidido mientras seis enormes cajas se posaban en el suelo a sus espaldas.
—Yo a ésos los conozco —murmuró Yumi—. Son los mismos hombres que nos persiguieron a Ulrich y a mí por Bruselas.
El primer agente abrió su mono de vuelo, revelando un traje negro y una corbata del mismo color. A pesar de que ya casi era de noche, llevaba gafas de sol. Se puso firme de golpe y le dedicó un saludo militar a la profesora Hertz.
—Mayor Steinback, soy el agente Lobo Solitario, y estos que vienen conmigo son los agentes Comadreja y Hurón. A sus órdenes.


—Pero ¿es que este puente no se acaba nunca? —protestó Ulrich.
—Ya no queda mucho —le respondió Jeremy a su amigo con una sonrisa.
Eva permaneció en silencio, pero el enfado que traslucían sus ojos valía más que mil palabras.
Los tres estaban cansadísimos. Hacía un montón de tiempo que no comían, y el puente suspendido les causaba un vértigo tremendo. Además, Jeremy tenía otro problema: cuando recorrió aquel mismo camino en sentido contrario, desde Lyoko hacia la Primera Ciudad, el muchacho utilizó el Código Aelita para remontar un precipicio altísimo, y ahora iban a tener que recorrerlo al contrario, hacia abajo, para alcanzar el núcleo de Lyoko, y él no tenía ni idea de cómo superar aquel desnivel alucinante.
«Vayamos por partes: primero un problema, y luego otro —pensó—. De momento tenemos que llegar a nuestro destino».
—¡JEREMY!
Aquella voz imperiosa le hizo dar un respingo del susto.
—¿Habéis oído eso? —dijo el muchacho, a la vez que se volvía hacia sus amigos.
—No. ¿El qué?—le respondió Ulrich, dedicándole una mirada interrogativa.
La voz se hizo oír de nuevo. Le llegaba directamente dentro del oído, como si alguien le hubiese metido un auricular.
—¿Me oyes, Jeremy? Soy Hannibal Mago.
El muchacho dejó de caminar y le hizo un gesto a Ulrich para que se detuviese.
—Lo oigo —respondió—. Pero no puedo decir que esté encantado de hacerlo.
Oyó una carcajada rasposa.
—¿Te he dicho ya que me gustas, mocoso? Hay que tener agallas para ser tan insolente conmigo. Pero no tientes demasiado a tu suerte —Mago hizo una breve pausa antes de continuar—. Estoy a punto de hacerte salir de Lyoko.
—¿Quééé? —exclamó Jeremy—. ¿Y mis amigos?
—Ésos se quedan ahí: no me hacen ninguna falta. Pero tú vas a tener que salir: tengo una tarea que encomendarte.
A Jeremy le rechinaron los clientes. No tenía la menor intención de volver a ayudar a aquellos criminales.
—Te conviene hacer lo que yo te diga —prosiguió el hombre—. Te acuerdas de lo que te dije la primera vez que nos vimos, ¿verdad? La madre de tu amiguita del alma está aquí conmigo, y tú no quieres que le pase nada malo... Jamás podrías perdonártelo.
Jeremy sabía que no tenía ninguna posibilidad de negarse. Aunque Anthea trabajase para Green Phoenix, no dejaba de ser la madre de Aelita. Y él no podía permitir que Mago le hiciese daño.
—Está bien —se rindió—. ¿Qué quiere que haga?
—¿Recuerdas la PDA de tu amigo Richard Dupuis? Pues quiero que estudies esos códigos para mí. Y quiero que descifres también el expediente de Hertz.
—Sí, señor —murmuró Jeremy, reluctante—. Aunque le advierto que me hará falta...
—Nada de Internet —lo interrumpió Mago—. ¿Me tomas por tonto? Lo primero que harías sería ponerte en contacto con tus amigos de la academia Kadic. Así que no. Pero podrás utilizar la consola de mando de Lyoko. Me parece más que suficiente.
—De acuerdo —suspiró Jeremy.
—Y ahora, despídete de tus amiguitos, que ya he puesto en marcha el procedimiento para materializarte aquí.
La voz se desvaneció del oído de Jeremy con un clic final.
Eva y Ulrich lo miraban perplejos. A sus ojos, el muchacho no había hecho otra cosa que hablar solo hasta ese momento.
Jeremy les resumió la situación. Tenían que decirse adiós.
—Pero ¡no puedes dejarnos aquí solos! —gritó Eva.
—Eva tiene razón: no sabemos qué debemos hacer al llegar al núcleo de Lyoko —añadió Ulrich.
Jeremy trató de responderle, pero se dio cuenta de que ya no le salía la voz. Sus pies se habían elevado unos pocos centímetros por encima de la lisa superficie del puente, y ahora levitaban en el aire.
Cerró los ojos. Estaba a punto de volver a la realidad.

1 comentario: