sábado, 21 de enero de 2012

Capítulo 16

16
CORTOCIRCUITO

Memory estaba empuñando la pistola de Grigory; la apuntaba directamente hacia su cabeza. Jeremy aún seguía aferrando con ambas manos la palanca de encendido del superordenador, y contemplaba la escena como si estuviese hipnotizado. Los jeroglíficos de oro del cilindro estaban retomando su color, y el muchacho tenía la esperanza de haber conseguido ayudar a tiempo a sus amigos.
Grigory le dedicó una sonrisa sardónica a la mujer.
—¿Qué te crees que estás haciendo? —le dijo—. ¿Vas a dispararme? Esa pistola es una Desert Eagle. Tiene un retroceso tan fuerte que podría partirte la nariz... Y ni siquiera sabes empuñarla como es debido.

Jeremy observaba los músculos de Memory, contraídos por el esfuerzo de mantener derecha aquella arma tan pesada.
—Puede que así sea —respondió la mujer—. Pero también podría alcanzarte por error. Deja caer el mando del superordenador, métete en el ascensor y vete de esta sala.
—Ni hablar.
Grigory dio un paso adelante. La mirada de Jeremy se detuvo un instante en sus zapatos: elegantes, de charol negro y con unas suelas de cuero que rechinaban contra el suelo de metal. La madre de Aelita y él, por el contrario, llevaban zapatillas de deporte con unas gruesas suelas de goma. Y eso hizo que se le ocurriese una idea...
Se escabulló detrás del superordenador, donde lo había preparado todo para cortocircuitar el mando a distancia de Hannibal Mago. Ahora el mando estaba en manos de Grigory, y no había forma de quitárselo... pero su sistema podía resultar igualmente útil.
Jeremy levantó uno de los paneles del pavimento y quitó los fusibles de protección del aparato que había montado. Las manos del muchacho se movían a toda prisa. Había estudiado aquellos circuitos durante toda la tarde, y los conocía al dedillo. Lo único que le hacía falta era una simple sobrecarga. De esa forma, el superordenador dispersaría la energía sobrante por el suelo, para excluir después el circuito defectuoso y devolver automáticamente las cosas a la normalidad.
Jeremy desenchufó uno de los cables del alternador, poniendo mucha atención en tocar únicamente la vaina aislante. Tuvo un momento de duda. ¿Bastarían las suelas de goma para aislarlos de la corriente? ¿Qué les pasaría a sus amigos dentro de Lyoko?
Con el cable agarrado entre los dedos como si se tratase de una serpiente venenosa, el muchacho se asomó al otro lado del cilindro. Grigory se había acercado un poco más a Memory, que parecía aterrorizada. La pistola que tenía en las manos temblaba a ojos vistas.
—Anda, sé buena —dijo el hombre—. Dame el arma antes de que te hagas daño.
Jeremy tomó su decisión y apoyó el cable contra la base del superordenador. Un instante después, un hilillo de humo negro se elevó del aparato... Y luego saltó la chispa.
Las planchas de metal adquirieron un color azul incandescente. Memory soltó un grito, y Grigory cayó al suelo como un saco de patatas.
Jeremy sintió que el vello de sus brazos se erizaba de golpe.

—¡Ten cuidado! —le gritó a Memory—. ¡No te muevas!
El cuerpo de Grigory se elevó espasmódicamente del suelo, alcanzado de nuevo por la descarga, y Jeremy se dio cuenta de que las suelas de sus zapatillas se habían fundido con el pavimento a causa del calor. Tuvo que despegarlas a tirones.
No habían pasado ni dos segundos más cuando una serie de clics lo advirtió de que el superordenador había puesto en marcha sus sistemas de seguridad.
Las planchas recuperaron al instante su color natural.
—Gracias —dijo Memory, volviéndose hacia Jeremy y dejando caer la pistola al suelo.
El muchacho se acercó a Grigory. El hombre tenía los ojos cerrados, y ya no parecía demasiado peligroso.
—Se ha desmayado. Ayúdame a atarlo antes de que se recupere.



Por fin los pies de Lobo Solitario se alejaron del rostro de Richard, permitiéndole tomar aliento de nuevo.
El conducto de ventilación era tan bajo y estrecho que la espalda del uniforme se le había hecho jirones, y Richard había pasado demasiado tiempo oliendo los pies sudados del hombre de negro que iba delante de él.
Ahora vio que el agente bajaba al suelo de un salto. Había desatornillado la rejilla que cerraba el túnel y había salido al descubierto.
—¿Hay alguien? —siseó Richard.
—¡Adelante, ven, vía libre!
El joven llegó al final del conducto, y Lobo Solitario lo ayudó a salir. Luego se inclinó detrás de él para echarle una mano a Hertz y a los demás.
Richard miró a su alrededor. Se encontraba en una sala inmensa, atestada de máquinas imponentes. Los enormes armazones de metal estaban todos apagados, y los paneles de mando mostraban una gruesa capa de polvo. Desde el techo les llovían unas goteras que habían cubierto el suelo, volviéndolo resbaladizo y maloliente.
—¿Dónde estamos?—susurró.
—Bajo el comedor que hemos visto antes —respondió la profesora Hertz.
Lobo Solitario asintió.
—Antes de empezar con la misión, Dido nos hizo aprendernos de memoria toda la planimetría de la fábrica. Ahora nos encontramos en la sala de turbinas, y si continuamos por ahí deberíamos toparnos con un túnel de servicio que nos llevará directamente al primer piso subterráneo. Estamos a su misma altura.
Richard observó las caras de cansancio de las personas que estaban con él. Todos iban bien armados con fusiles y pistolas, pero no estaba seguro de si iban a ser capaces de usarlos.
—¿Qué es lo que quieren hacer? —preguntó.
—Llegamos a la sala de la consola de mando, eliminamos a nuestros posibles oponentes y tomamos el control del lugar —le contestó Lobo Solitario con una sonrisa—. ¡Empezamos a combatir!
Richard soltó un largo suspiro. Era justo la respuesta que se había temido.



Los muchachos ya habían llegado a la torre. Se encontraba dentro del sector del desierto, hecho de una arena dorada que se perdía de vista en el horizonte.
Aunque no hacía calor. Dentro de Lyoko la temperatura siempre era estable. No había estaciones. No llovía nunca. Parecía como si el tiempo no pasase. Y la arena no se movía con el viento.
Odd entrecerró los ojos para observar en el cielo claro a Eva, que estaba virando hacia él. La muchacha parecía una bruja rock, y a Odd eso le encantaba. Claro, no era la misma Eva a la que había conocido en el Kadic... Pero en el fondo prefería esa nueva versión, con ese acento yanqui que deformaba las palabras y hacía que la cabeza le diese vueltas... de campana.
—Date prisa —le gritó el muchacho sin bajarse de su pantera—. ¡Sólo faltas tú!
Eva asintió e inclinó hacia abajo el mástil de su guitarra, lanzándose en picado a una velocidad demencial. No enderezó su trayectoria hasta el último momento, justo antes de estrellarse contra el suelo, y al final saltó de la guitarra con una sonrisa de felicidad.
—¡Uau! —exclamó—. ¡Es lo mejor que me ha pasado en la vida!
Pero Odd siguió mirando fijamente el cielo con una expresión de preocupación dibujada en el rostro. Sobre su superficie uniforme estaban empezando a condensarse unos oscuros nubarrones.
—¿Qué pasa? —comentó Eva, estallando en una carcajada—, ¿tienes miedo de una tormenta?
—Dentro de Lyoko nunca hay tormentas... —murmuró el muchacho.
Se volvió hacia sus amigos. Todos habían entrado ya en la torre a excepción de Ulrich, que los estaba esperando de pie sobre el lomo de su manta. Él también levantó la mirada.
—Oh, oh —dijo.
Las nubes se condensaron justo sobre sus cabezas, coloreándose con nuevos matices negros y amenazadores. Después empezaron a caer rayos.
El primer relámpago alcanzó la torre, haciendo que brillase con un millón de chispas. El segundo cayó justo a los pies de la pantera de Odd, y dibujó un oscuro cráter en el terreno. El muchacho pegó un brinco hacia un lado, aprovechando la agilidad de su criatura.
—¡No lo entiendo! ¿Qué demonios está haciendo Jeremy ahí fuera? Primero apagan el superordenador... ¡y ahora esto!
—Lo importante —le gritó Ulrich— es materializarnos lo antes posible en la realidad.
Eva asintió.
—Tiene toda la razón. Metámonos en la torre, que X.A.N.A. nos está esperando.



El segundo piso subterráneo estaba vigilado por seis soldados sentados en círculo al lado de las columnas-escáner. Tres de ellos eran europeos, y estaban discutiendo sobre los resultados de los últimos partidos de fútbol. Los demás eran asiáticos, y cuchicheaban entre ellos de buzkashi, un violento juego
de su tierra parecido al polo, sólo que en vez de luchar entre sí por una pelota, los contrincantes se disputaban el boz, un cadáver de vaca sin cabeza ni extremidades.
Los soldados estaban mortalmente aburridos. Llevaban horas allí, inmóviles delante de aquellas columnas, sin tener ni siquiera un mísero televisor que mirar. No habían tenido el habitual cambio de guardia, así que se habían visto obligados a saltarse la cena.
—No lo entiendo —exclamó uno de ellos, poniéndose en pie—, ¿por qué no viene nadie? ¡Nuestro turno ya se ha terminado hace un buen rato!
Otro, que hasta aquel instante había estado hablando en mongol, pasó inmediatamente al francés.
—Intenta estar tranquilo. Ya sabes cómo funcionan las cosas cuando estamos en una misión...
En aquel momento se oyó un zumbido, y el soldado se giró hacia las columnas-escáner. Apuntó su metralleta en esa dirección.
—¿Qué está pasando? —murmuró. El hombre llevaba muchos años al servicio de Green Phoenix. Había combatido en Asia, África y Latinoamérica. A esas alturas de su vida ya estaba convencido de que lo había visto todo. Pero no estaba preparado para aquel espectáculo...
Montado sobre su pantera, Odd fue el primero en salir de los escáneres.
—¡SÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍ! —gritó con tono triunfal.
El plan de X.A.N.A. había funcionado. Gracias al broche se había materializado en la realidad manteniendo su forma felina... ¡y a lomos de la pantera!
El muchacho se percató de la presencia de los soldados. Uno de ellos estaba de pie, y apuntaba su ametralladora en su dirección.
—¡Flechas láser! —gritó Odd casi al mismo tiempo que empezaban a salir de sus muñecas pequeñas cuchillas de luz que se precipitaron contra el hombre.
El soldado disparó una ráfaga de balas que pasó muy por encima de la cabeza de Odd, rebotando contra las paredes de la sala. A continuación, las flechas láser dieron en el blanco, empujándolo contra la pared. El cañón de la ametralladora acabó cortado en dos, mientras que otras saetas le clavaron el uniforme al muro.
El hombre gruñó algo en una lengua desconocida, pero Odd no le hizo caso. La pantera saltó contra otra de las paredes de la sala y volvió hacia atrás al tiempo que el muchacho empezaba a disparar una andanada de flechas.
Vio que Ulrich salía de la segunda columna, y Yumi, de la tercera. El joven samurai ya había desenvainado su espada, y estaba a punto de enfrentarse con
uno de los soldados, mientras que Yumi estaba abriendo sus abanicos.
—¡No son nada más que seis! —protestó Odd—. ¡Dejádmelos a mí!
Con los poderes de Lyoko se sentía capaz de enfrentarse a un ejército entero. Ulrich bajó de su manta de un salto, rebanó las metralletas de dos soldados y los tumbó con un par de llaves de kung-fu.
—¡Yumi y yo nos ocupamos de éstos de aquí, y luego vamos a la entrada de la fábrica! Tú sube con Eva y Aelita al primer piso subterráneo, y apoderaos de la consola de mando.
Aelita salió a la carga de la columna, con el unicornio lanzado a galope tendido. La criatura bajó su cuerno hasta obligar a un soldado a tirarse al suelo, y Yumi se le echó encima de inmediato.
—¡Recibido! —dijo Odd, al ver que Eva también había salido del escáner—. Venga, venios conmigo. ¡Tenemos que reconquistar el superordenador!



Al fondo de la sala de turbinas había un panel de hierro forjado medio oxidado. Richard se quedó mirando mientras Lobo Solitario, Comadreja y Hurón forzaban la cerradura que mantenía cerrado el paso y empujaban a un lado la cobertura de metal.
Tras el panel se abría un túnel vertical. Era una especie de grueso intestino de cemento húmedo y oscuro, de algo más de metro y medio de anchura, que se perdía hacia abajo, descendiendo en dirección al segundo y el tercer piso subterráneo de la fábrica.
Justo delante de ellos, en la pared opuesta del conducto, se veía otra compuerta cerrada. Era la entrada a la sala de la consola, donde se encontraba el centro de mando del superordenador.
La única manera de llegar hasta aquella compuerta era saltar, salvando la anchura del túnel. Había que conseguir agarrarse a uno de los asideros enclavados en el lado opuesto para después subir y abrir finalmente la plancha de hierro forjado.
—La cosa se pone bastante fea —comentó Walter Stern—. No podremos entrar todos a la vez en la sala.
—Ya —confirmó Lobo Solitario—. Uno de nosotros va a tener que pasar al otro lado y abrir la compuerta. Los demás se quedarán aquí para cubrirlo en caso de que los terroristas nos estén esperando.
Hertz y Lobo Solitario discutieron durante un rato el plan de ataque, mientras que Richard y Michel Belpois se alejaban en busca del material necesario.
Bajo un gran panel encontraron una bobina de cable eléctrico. Parecía lo bastante grueso como para soportar el peso de un hombre adulto. Volvieron a la entrada del túnel, resoplando a causa del peso de la bobina, y ayudaron a Comadreja a atarse el cable a la cintura.
A continuación, el hombre de negro suspendió casi todo su cuerpo sobre el abismo del pozo y saltó hacia el otro lado con el cable agitándose tras él como la cola de un animal enloquecido. Comadreja braceó y falló por un pelo a la hora de agarrarse al primer asidero, pero consiguió engancharse al inmediatamente inferior.
Se giró hacia Richard con una amplia sonrisa en el rostro.
—¡Perfecto! —dijo mientras trataba de recobrar el aliento—. Ahora mismo subo.
El hombre escaló hasta la compuerta que llevaba a la sala de la consola.
Lobo Solitario lo observaba con la pistola empuñada. A su lado tenía a la profesora Hertz, y detrás de él, a Richard y a Walter Stern. Los señores Ishiyama y Michel Belpois, que también iban armados, estaban esperando algo apartados de los demás.
El agente estiró una mano hacia la palanca con la que se abría la compuerta, pero ésta se movió antes de que él llegase a tocarla.
La plancha de metal se deslizó hacia un lado, revelando un estrecho pasaje por el que salió una pistola que abrió fuego de inmediato.
Lobo Solitario y Hertz se tiraron al suelo. Richard agachó la cabeza mientras una ráfaga de balas volaba por encima de sus hombros, haciendo saltar un montón de chispas de la gigantesca turbina que tenía detrás.
Un par de segundos después, el muchacho consiguió volver a abrir los ojos. La sala de la consola estaba muy cerca. Richard vio el sillón giratorio y el colorido globo semitransparente que flotaba ante él. Lyoko.
Pero la sala estaba llena de soldados, y todos armados y dispuestos a combatir con todas sus fuerzas. Los encabezaba un hombre elegante vestido de amarillo de la cabeza a los pies.
—¡Hannibal Mago! —gruñó Lobo Solitario.
El agente se asomó al interior del pozo de mantenimiento, disparó un par de tiros a ciegas en dirección a la sala y luego volvió a parapetarse.
Mientras tanto, Comadreja seguía dentro del conducto, agarrado a los asideros y aplastando el cuerpo contra el muro como una salamanquesa al acecho. De pronto, el agente gritó, soltó los asideros y empezó a caer hacia el abismo. Richard tiró del cable eléctrico que lo ataba al hombre de negro. El joven sentía la adrenalina latiéndole contra las sienes. Tenía la sensación de no poder pensar con claridad.
A su alrededor se había desencadenado una tempestad de gritos y disparos.
Trató de calmarse. Pensó que Comadreja pesaba demasiado, y que no iba a poder subirlo a pulso. Dejó que el cable se le deslizase lentamente entre las manos, bajándolo poco a poco. Después de todo, el túnel tenía que acabarse más pronto o más tarde, y allí abajo Comadreja se encontraría a salvo de las balas perdidas.
Cuando Richard sintió que el cable se había destensado, se llevó las manos a la boca.
—Ey, amigo, ¿has llegado?
—¡Sí, sí! ¡Aquí también hay una compuerta, pero está cerrada y tiene un teclado numérico de seguridad!
Una nueva ráfaga de ametralladora obligó a Richard a parapetarse tras el muro.
Si no pasaba algo bien rápido, no tendrían la menor posibilidad.



Hannibal Mago estaba furibundo. Debía de haber pasado algo en el tercer piso subterráneo. Llevaba ya varios minutos sentado a los mandos de la consola, pero allí no aparecía ningún robot listo para obedecer sus órdenes. ¡Aquel maldito mocoso, Jeremy, estaba tratando de jugarle una mala pasada!
Y ahora también se encontraba con aquel otro quebradero de cabeza. Los prisioneros se habían liberado, y de algún modo habían conseguido hacerse con unas armas. Qué pena que estuviesen del lado equivocado del pozo de mantenimiento: en esa posición no eran más que simples blancos humanos.
Hannibal Mago vio cómo caía hacia atrás uno de sus soldados, alcanzado en un brazo por un proyectil. Le arrebató de las manos la metralleta, una AK-47, dio un paso en dirección al túnel y descargó el kaláshnikov contra sus adversarios. Y después se quedó petrificado. ¿Qué demonios estaba haciendo? Lo que él tenía que hacer era ponerse a salvo. ¡Que se encargasen sus hombres de acabar con los intrusos!
Se dio media vuelta en dirección al ascensor, y vio que su puerta se deslizaba hacia un lado, abriéndose. El hombre sonrió, a la espera de ver el afilado rostro de Grigory Nictapolus... Pero en su lugar se topó con tres chiquillos que iban vestidos de una forma muy rara. Uno cabalgaba a lomos de una pantera, otra montaba sobre un unicornio y la tercera iba a horcajadas encima de una guitarra eléctrica. Los tres se abalanzaron adentro de la sala y atacaron a los soldados.
Mago se echó al suelo y empezó a correr a cuatro patas mientras los mocosos corrían y volaban de un lado a otro de la sala con la furia de todo un ejército. Había llegado la hora de poner pies en polvorosa.

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